El retorno democrático en Argentina transcurrió en un mundo que abría, para los países más avanzados, un nuevo período de consumo y bienestar, con la consolidación y ampliación de la Unión Europea, la desaparición del bloque socialista y la creciente importancia de China en la escena internacional. Desde entonces, algunos nuevos términos se incorporaron a la retórica política, económica, cultural, comunicacional y, ciertamente, científica y tecnológica para describir procesos en curso; uno de ellos era la “globalización” y otro, la “innovación”. En tal contexto, la ciencia y la tecnología fueron cobrando un nuevo auge en forma acelerada, incorporando nuevos temas y líneas de investigación y desarrollo (I+D) en la agenda científica de los países desarrollados. Con un cierto retraso, esta agenda fue siendo adoptada, muchas veces en forma mimética, por los países en desarrollo.
La globalización
La globalización, inicialmente conocida como “mundialización”, emergió como un proceso derivado de la creciente interdependencia entre los países, en un contexto de reindustrialización y reordenamiento del comercio internacional. Ello dio lugar a una serie de transformaciones sociales; entre ellas, la multiplicación de redes de conocimiento científico y tecnológico. Después de una etapa “fordista” basada en grandes infraestructuras y en concentraciones de investigadores, conocida como la big science, la producción de conocimiento tendió a organizarse de maneras más flexibles y dinámicas. El modelo basado en la “masa crítica” de recursos comenzó a revelarse como insuficiente en un mundo de sistemas flexibles y abiertos a nivel nacional e internacional, dada la necesidad de complementación de conocimientos que reclama la solución de problemas de alta complejidad, como los económicos y sociales. Debido a ello, el trabajo en red fue adoptando formas variables y participativas de organización.
Los años ochenta y la siguiente década fueron la época de las “nuevas tecnologías” a las que el mundo apostaba y estaban asociadas con el auge de las comunicaciones y la información, el descubrimiento de nuevos materiales, la salud y la biología molecular, entre otros temas transversales destinados a cambiar radicalmente la matriz productiva y la calidad de vida de los ciudadanos. Estos temas se irían incorporando gradualmente a la agenda de la política científica argentina, particularmente en los temas biomédicos, dada la tradición argentina en estas disciplinas. En otros campos, en los que la disponibilidad de equipamiento era más relevante, los nuevos temas habrían de ser adoptados de forma más nominal que real, dada la limitación de los recursos disponibles.
La innovación
Son distintos los significados que tiene el término innovación y se los aplica de forma diferente. De todas las significaciones posibles hay dos especialmente relevantes para interpretar lo que estaba ocurriendo: una, la originaria, derivada de la teoría de Joseph Schumpeter, devenida más tarde en la idea de los “sistemas de innovación”. En este sentido, la innovación entrañaría el propósito de mejorar la actividad productiva mediante la incorporación de conocimientos de distinto tipo. Consistiría así en una serie de actividades no solamente científicas y tecnológicas, sino también organizacionales, financieras y comerciales. La otra significación remite a las tecnologías de punta, basadas en la frontera de la ciencia, que repercuten fuertemente sobre la economía, el empleo, la productividad y las condiciones de vida de los ciudadanos. La orientación de las políticas de ciencia y tecnología a partir del auge de la innovación se diversifican entre la promoción de vínculos entre los actores (sistemas de innovación y políticas de vinculación) y la apuesta a grupos de excelencia en temas de frontera del conocimiento.
Durante los primeros años del siglo veintiuno las circunstancias económicas tuvieron un vuelco muy favorable para la región, debido al aumento del precio internacional de las materias primas, lo que dio lugar a un largo período de crecimiento del producto de casi todos los países, abriendo las puertas a una relativa prosperidad que se tradujo también en incrementos del presupuesto público destinado a ciencia y tecnología. Los indicadores disponibles muestran, no obstante, que tales aumentos replicaron la curva del producto del país, sin aumentar sensiblemente su participación en él, a excepción de Brasil. Esto ocasionó que, en años más recientes, cuando el producto dejó de crecer, también lo hizo el financiamiento público a la ciencia y la tecnología.
La innovación encontró también su espacio en las políticas del conocimiento puestas en práctica por los países latinoamericanos, aunque frecuentemente no se pasó más allá de la retórica o de su instalación en la agenda académica. Esta corriente modernizante hizo que fuera cobrando importancia el concepto de “sistemas de innovación”, enraizados en los procesos de educación y capacitación. Las universidades jugaron un papel importante en la difusión de los enfoques y metodologías de los sistemas de innovación, lo cual resulta comprensible si se toma en cuenta que, en América Latina, más del 70% de los investigadores tienen sede en las universidades.
1. El camino recorrido
Desmontar la trama de un poder ilegítimo y autoritario en las instituciones científicas ocupó una parte considerable de los esfuerzos iniciales del gobierno de la recuperada democracia argentina, aunque ciertas tensiones no se diluyeron completamente con el correr de los años posteriores. La confrontación, en esta nueva etapa política, se vio connotada por el hecho de que, desde el punto de vista del pensamiento, el período de la dictadura actuó como un “tiempo muerto” que congeló el desarrollo de las ideas e hizo que muchos temas fueran retomados ocho años después, como si nada hubiera pasado entre medio. Por otra parte, los proyectos tecnológicos de los militares tenían cierto rechazo en una parte de la dirigencia política, pero eran muy valorados por otra parte de ella. De allí que se los continuara apoyando, aunque con dudas, al mismo tiempo que se ponía el acento sobre nuevos campos, como la biotecnología.
Estereotipos repetidos
Durante los primeros
pasos de la democracia, la política científica reprodujo algunos estereotipos
de décadas anteriores al golpe militar, particularmente en lo referido al papel
predominante del CONICET frente a las universidades, cierta ambivalencia frente
a la necesaria inversión en I+D del sector privado y una incipiente comprensión
de los vínculos entre la investigación académica y el desarrollo tecnológico, lo
cual también fue problemático en un contexto internacional que prestaba
especial atención a la revolución científica y tecnológica y un contexto
nacional de crecientes incertidumbres acerca del rumbo económico y del estilo
de desarrollo.
El gobierno de Raúl Alfonsín, mediante la gestión de Carlos Abeledo en el CONICET y Manuel Sadosky en la Secretaría de Ciencia y Tecnología, trató de corregir lo que se veía como una distorsión y sentar nuevas bases para una relación positiva con las universidades. Se avanzó en muchos aspectos, pero las tendencias presupuestarias no se modificaron y la asignación directa de recursos para ciencia y tecnología en las universidades se mantuvo lánguida.
Llama la atención que, en los años más recientes, en el corriente siglo, el CONICET haya retomado con énfasis la política de creación de institutos. Con esto reforzó su perfil de organismo de ejecución de investigación y acentuó su renuncia a la función de promoción. Actualmente dispone de más de trescientos, lo que confirma la opción de haberse volcado casi por completo a realizar investigaciones, dejando de lado la tarea de promover la actividad científica en otras instituciones.
Recuperación de las universidades nacionales
En el campo de las
universidades nacionales se produjeron señales positivas orientadas a recuperar
un papel destacado en la producción de conocimiento científico y tecnológico.
Particularmente, ello ocurrió durante el rectorado de Oscar Shuberoff, cuando la
UBA tomó en 1986 la decisión de destinar recursos de su presupuesto ordinario a
la creación de lo que después fue conocido como el Programa UBACYT.
El programa incluía becas para graduados, con un estipendio igual o superior al del CONICET, becas para estudiantes, con el propósito de iniciarse en la investigación, subsidios a proyectos, impulso a la transferencia de conocimientos a la sociedad y la aplicación de instrumentos de evaluación y programación. Fundamentalmente, la UBA, en el ejercicio de su autonomía, asumió una actitud proactiva en el diseño y ejecución de instrumentos de promoción de la investigación. El programa UBACYT fue exitoso y ha continuado en el tiempo. Muchas universidades (particularmente la Universidad Nacional del Litoral) siguieron este ejemplo.
Sin embargo, las universidades públicas estaban sometidas a tensiones en otros planos. El más importante era el de la masificación. Debían dar respuesta a una demanda reprimida, para la que no estaban preparadas y a la que hicieron frente como pudieron, respondiendo no solamente a demandas reales, sino a modelos normativos reinterpretados. No me refiero al pensamiento reformista que en los cincuenta permitió, durante el rectorado de Risieri Frondizi dar impulso a la época más brillante de la investigación en la UBA, sino a la sacralización casi caricaturesca de creencias y tabúes que impedían dar una respuesta razonable a las limitaciones del contexto. La deriva de tal proceso dio lugar a situaciones casi esquizofrénicas en las que convivían grupos de investigación que aspiraban a producir conocimiento científico de primera línea como islotes en universidades masificadas en las que la mayor parte de los docentes tenían escasa dedicación.
Todavía en la actualidad, solamente una universidad, la de San Luis, tiene la mitad de sus docentes con dedicación exclusiva, seguida por la de General Sarmiento, que se aproxima a esa proporción. Ambas son universidades pequeñas. La UBA, en cambio, tiene tan solo el 7% de sus docentes con dedicación exclusiva y la de La Plata poco más del 10%. Como se ve, después del retorno de la democracia para las universidades no se trató de un camino lineal, ni siquiera mínimamente planificado, a excepción de ciertos casos con arraigo local, en los que primaron algunos factores diferentes a los del conjunto. Es el caso, por ejemplo, de algunas universidades del interior, que formaban parte del que se conoció como “Plan Taquini”, y de algunas universidades del conurbano, como las de Quilmes, Sarmiento y San Martín, que llegaron a tener un número más alto de profesores con dedicación exclusiva, si se las compara con las grandes universidades tradicionales.
Con esa dotación docente, ¿es posible considerar a las universidades argentinas como centros de excelencia en investigación? La respuesta varía si se analiza a nivel de universidades, de facultades o de institutos. En el caso de la UBA, es evidente que la situación difiere radicalmente entre las facultades profesionalistas, muy masificadas, y las de investigación, como la de ciencias exactas y naturales o la de filosofía y letras (con diferencias por departamentos). La otra explicación hay que buscarla en la superposición con el CONICET.
Orientación de la política de ciencia y tecnología
En el plano de las
políticas de ciencia y tecnología, a partir de la recuperación de la democracia
se registró una evolución que se expresó en las ideas rectoras y en la toma de
decisiones. Al comienzo, la política científica privilegió el estímulo de la
excelencia y la democratización de los centros de investigación. Ambos aspectos
hacían sinergia para impulsar el desplazamiento de las cúpulas de poder
encaramadas en las instituciones, sin estar socialmente legitimadas por parte
de los investigadores; en particular, de los más jóvenes y mejor formados. La
puesta en práctica de la primera convocatoria a proyectos por parte del CONICET
en 1985 tenía el doble propósito de asignar recursos en relación con la calidad
relativa (búsqueda de la excelencia) y generar un sistema de distribución de
recursos no controlado por los directores de los institutos (cambios en la
estructura del poder).
Que los siguientes años hayan sido de normalidad democrática no implica que hayan representado algún tipo de continuidad sin sobresaltos en la vida social y económica del país. Esos años contuvieron rebeliones militares, hiperinflación, final apresurado de algunos gobiernos, convertibilidad seguida de devaluaciones, adopción de políticas neoliberales y posterior retorno a esquemas estatizantes, corrupción, aumento del desempleo y, como constante, una inédita expansión de la pobreza.
En semejante escenario, la ciencia argentina sufrió los mismos avatares que el resto de la sociedad. Avanzó con turbulencias hacia su modernización en los primeros años, luego retrocedió hacia formas premodernas durante los primeros años del gobierno de Menem, con los secretarios Raúl Matera y Domingo Liotta con sus equipos de ultraderechistas, para ensayar más tarde una transformación institucional modernizadora con la gestión de Juan Carlos del Bello, en la que se crearon algunas de las pocas novedades institucionales de todo el período, tales como la creación de la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica (ANPCYT) con sus dos fondos iniciales, el FONCYT y el FONTAR.
Tampoco faltaron quienes racionalizaran, en los años noventa, la alternativa de dejar de lado la investigación buscando apoyo en modelos como el de Japón o Corea. El argumento era sencillo: ¿acaso aquellos países no comenzaron su despegue sin investigar, simplemente copiando? No es propósito de este texto rebatir el sinsentido de destruir lo que durante tantas décadas esta sociedad fue capaz de acumular en ciencia y tecnología como prerrequisito para ensayar una vía “coreana” de acceso al desarrollo. La reacción de la comunidad científica puso fin a esta iniciativa.
La ciencia conoció más tarde los efectos de la depresión que experimentó el país a partir de 2001, lo que fue acentuado con los tintes fuertes de la emigración de gran parte de los jóvenes, para luego experimentar una fuerte recuperación que al cabo ha demostrado ser más discursiva y simbólica que real, si se presta atención a los indicadores. A pesar de una retórica en favor de la ciencia (la “política explícita” a la que se refería Amílcar Herrera), los indicadores del sector son claramente inferiores a los de otros países latinoamericanos. Además, a pesar de las diferentes caracterizaciones a priori, ciertas tendencias se mostraron estables a lo largo de los sucesivos gobiernos. La más evidente es la escasa variabilidad de la inversión en I+D (Gráfico 1).
Gráfico 1. Evolución de la inversión en I+D como porcentaje del PBI
Fuente: RICYT
Fuente: RICYT
Hay elementos en la cultura política argentina, sin embargo, que puedan hacer que socialmente esto no sea visto como algo negativo, ya que tanto en la sociedad como en la comunidad científica hay una fuerte inclinación a considerar que la inversión en ciencia y tecnología (y en alguna medida, también en educación) debe corresponder en su totalidad al estado. Por esta razón interpretan que la meta del 1% de la inversión en I+D debe ser alcanzada exclusivamente por el sector público, pese a que en ningún país del mundo (con alguna rara excepción) ocurre tal cosa.
En la discusión actual sobre el financiamiento de la ciencia y la tecnología hubo proyectos de ley que establecían que la inversión pública en I+D debería alcanzar el 3% del PBI, confundiendo la naturaleza de esta inversión, particularmente en lo referido a los actores que la ejecutan y a los diferentes tipos de actividad que engloba la producción de conocimiento científico, su transmisión a la sociedad y su aplicación concreta en procesos productivos (innovación). Si por ciencia, en sentido amplio, se entiende además la tecnología, la educación de alto nivel, la difusión social de los conocimientos es otra cosa. Pero eso requiere muchos actores: centros de investigación, universidades, empresas, comunicadores públicos, inversión estatal y privada. No depende solamente del estado.
Los planes nacionales y otras “manías”
Esta cierta inercia en las tendencias de inversión en ciencia y tecnología aconteció a pesar de las sucesivas declaraciones ambiciosas que se expresaban en planes nacionales de ciencia y tecnología que daban cuenta de la aspiración a establecer políticas de mediano y largo plazo y que en general no se llevaron a cabo más que fragmentariamente, en el mejor de los casos. Uno de los más célebres y ambicioso fue el Plan Nacional Plurianual de Ciencia y Tecnología aprobado durante la Gestión de Juan Carlos del Bello en 1997, en el que por primera vez se hacía referencia explícita a la noción de “sistema nacional de innovación”.
En los años siguientes, varios gobiernos y crisis después se siguieron elaborando planes que, aunque casi nunca cumplían sus metas, nunca fueron evaluados. Quizás por ello cada nuevo plan solía ignorar al anterior[1]. Los buenos propósitos de los planes nacionales, en muchos de los cuales participaron con entusiasmo relevantes miembros de la comunidad científica, resultaron insuficientes para impulsar cambios de orientación en la política científica y tecnológica, debido a las discontinuidades básicas del país, tanto en la política como en la economía y en la relativa desarticulación de su estructura social.
En el plano de las ideas como “manías”, cabe señalar que en los debates sobre educación superior, ciencia y tecnología en las últimas dos décadas se fue conformando un discurso en favor de la inclusión y de la necesidad de orientar la investigación hacia problemas sociales candentes; en particular, hacia la erradicación de la pobreza. Si bien esta retórica no implica en forma explícita una renuncia a la excelencia, sino que propone una educación de calidad y el mismo atributo vale para la ciencia, en la práctica el mérito deja de ser un valor importante. Se interpreta que los órdenes de mérito son estigmatizantes y se supone que la ciencia tiene la capacidad de reducir la pobreza o acabar con ella.
La política científica en los últimos años pareció tener pocos objetivos además de incorporar cada vez más investigadores y becarios al CONICET. Así se llegó a la situación de que más del ochenta por ciento del presupuesto para la ciencia son salarios, que éstos además son muy bajos y que la inversión en infraestructura y equipamiento no puede acompañar tal crecimiento en la medida necesaria. Esta estrategia es más parecida a una política de empleo (de cierto perfil profesional) que a una auténtica política científica. Es cierto que no se han visto perjudicados los grupos de nivel científico más alto. Por el contrario, durante los doce años de gestión de Lino Barañao como ministro (y durante un breve período, secretario) se invirtieron grandes sumas en construir infraestructuras y dotar de costoso equipamiento a proyectos de alto nivel científico, pero se dejó avanzar al CONICET por el rumbo de aumentar exageradamente su planta de recursos humanos. El resultado es que el primer decil de autores de artículos recogidos en revistas y bases de datos de corriente principal de la ciencia tiene una producción comparable en cantidad y calidad con los de países del mundo más desarrollado. El resto, en cambio, muestra una producción inferior a la de otros países latinoamericanos. También influye en ello el hecho de que gran parte de los docentes investigadores universitarios tienen dedicación parcial y que las limitaciones de infraestructura y equipamiento afectan también su productividad. El bajo nivel de los salarios tiene también influencia, no sólo desde el punto de vista anímico, sino del necesario pluriempleo.
La importancia de las representaciones simbólicas en los juicios de valor de la comunidad científica queda reflejada en el entusiasmo con que se recibió la creación del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación, en 2007. En el clima de festejos, nadie pareció caer en la cuenta de que tal ministerio ya existía, bajo la forma de Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología. Es decir que, en la práctica, lo que se hizo fue separar administrativa y políticamente la educación de la ciencia, lo que impidió desarrollar políticas del conocimiento que articularan ambas dimensiones en forma conjunta. Una decisión discutible que fue vivida por muchos como una declaración de independencia del sistema científico.
Otra idea curiosa es la de pretender relacionar directamente los resultados de la investigación con las necesidades sociales. La idea conlleva -no necesariamente en forma explícita- una desvalorización de la investigación básica por su desconexión con demandas concretas. En los años sesenta y setenta el país vivió algunas experiencias semejantes de ciencia socialmente comprometida, pero en aquellos años también se hizo una autocrítica, en el sentido de señalar que con frecuencia se trataba de una demanda imaginaria, a lo que se puede sumar el oportunismo de muchos investigadores para adaptar sus líneas de trabajo al discurso que permita aumentar las posibilidades de éxito en la asignación de recursos. Es difícil entender de otra manera la gran cantidad de grupos rápidamente expertos en COVID, lo que les permitió acceder a recursos muy generosos. Por otra parte, construir vínculos eficaces entre las universidades y los centros públicos de investigación con el entorno económico y social es una tarea difícil, en la que se pueden señalar algunos éxitos notables y una gran cantidad de frustraciones.
2. Nuevas metas para la democracia y para la ciencia
La ciencia y la tecnología son esenciales para el desarrollo del país. Pero, por ellas mismas, no sacan a los países de la pobreza. Se necesita una compleja trama de actores que además de investigar, financien, difundan y apliquen el conocimiento en proyectos innovadores. Esto forma parte de las preocupaciones actuales de las instituciones científicas y académicas argentinas, pero la vinculación con su entorno económico y social es todavía débil, en general. Las universidades -tanto las públicas como las privadas- deben multiplicar sus vínculos con el entorno económico y con la sociedad, a pesar del límite que surge del escaso dinamismo de las empresas. Los estudios de innovación muestran que es baja la proporción de empresas que han establecido acuerdos de cooperación con instituciones de ciencia y tecnología.
Es necesario invertir en proyectos de alta calidad científica y tecnológica, fortaleciendo y ampliando aquellas ventajas comparativas que existen en numerosos campos. Pero es cierto también que no todos los temas de interés para la I+D se juegan en el segmento más alto y competitivo, propio de la frontera científica y tecnológica, tales como la biotecnología, la física de nuevos materiales y otros campos del saber cuya práctica exige cuantiosas inversiones en recursos humanos y financieros.
La mayor parte de los problemas que atañen a Argentina, como al resto de las sociedades de los países latinoamericanos, requiere para su solución insumos de conocimiento cuyo desarrollo está generalmente al alcance de los sistemas científicos y tecnológicos locales, a condición de que tanto las políticas como los estímulos, las prioridades y la propia cultura de los investigadores estén orientados hacia la percepción de los problemas de las sociedades a las que pertenecen y a la demanda que de ellas surja. Pero tal propósito no funciona en forma difusa, sino que requiere que previamente sean creados los eslabones de la cadena de vinculación con los actores y difusión del conocimiento.
Es importante resaltar, para enfocar correctamente estas discusiones, que la política científica no se limita a la cuestión presupuestaria. Incluye aspectos como la estructura institucional, los criterios y prioridades para la asignación de los recursos, los resultados evaluables y la transferencia y comunicación de los conocimientos. Se trata, en resumen, de la justificación social de la inversión en ciencia y tecnología y de la eficiencia en el uso de los recursos.
La investigación universitaria debe ser fortalecida en las universidades nacionales, para lo cual es preciso que aumenten las dedicaciones exclusivas y se fortalezca así un clima de impulso a la investigación. Si la educación superior es una prioridad para el desarrollo argentino, sería más congruente con este propósito otorgar a las universidades mayor protagonismo y autonomía en la gestión de la investigación que realizan y, por ello, de los institutos en los que se organiza. Se tiende, en casi todo el mundo a fortalecer a las universidades en sus tres misiones principales, no a intervenirlas, de hecho, en su función de producción de conocimiento científico y tecnológico.
Es necesario revisar la política de creación de institutos del CONICET ¿Debe continuar creando institutos en temas no estratégicos? ¿Debe seguir incorporando masivamente investigadores y becarios? Si la política seguida en estos años dio resultados inferiores a los de otros países de América Latina ¿tiene sentido continuar con ese mismo modelo, sin hacer antes una revisión profunda de sus supuestos básicos?
Hay una tensión entre la inclusión y la excelencia que debe ser resuelta de un modo que mejore los resultados de la investigación, sobre todo considerando el pobre desempeño en comparación con otros países latinoamericanos. Pero el valor de la excelencia debe ir a la par con el de la cohesión social y territorial. El vínculo con la economía y con los procesos de innovación debe seguir siendo uno de los ejes principales. El estímulo a la “sociedad del conocimiento” surge como un imperativo a partir de una lectura adecuada de la realidad, lo que refuerza la necesidad de una política destinada a consolidar las capacidades de investigación y desarrollo en las universidades, las instituciones científicas y tecnológicas públicas, los centros privados y también las empresas.
Buenos Aires, agosto de 2021
[1] A comienzos
del siglo actual se elaboró el Plan
Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación 2002. Probablemente el más elaborado
fue el documento titulado Bases para un Plan Estratégico, presentado en 2005.
Proponía algunas metas estratégicas que debían haberse alcanzado en el 2015;
entre ellas, el aumento de la inversión total en I+D hasta llegar al 1% del
PBI, el incremento del financiamiento privado a la I+D hasta equiparar el
aporte público, un crecimiento del número de investigadores y tecnólogos hasta
alcanzar el tres por mil de la PEA y la duplicación de la participación de las
provincias en el total de recursos de I+D. En 2013, se lanzó el plan Argentina
Innovadora 2020, en el que se hacía un análisis del sector científico nacional
y se proponían lineamientos para los siguientes diez años. Este plan se apoyaba
en las bases antes aprobadas y proponía una reorientación del sistema
científico hacia políticas focalizadas, con mayor énfasis en el impulso a la
innovación. En 2018 se puso en marcha el proceso de elaboración de un nuevo
plan, denominado Argentina Innovadora 2030, cuyos principales desafíos eran,
una vez más, entre otros, aumentar el financiamiento del sector científico y
tecnológico y fortalecer las capacidades de investigación en la frontera del
conocimiento.
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