En 1971 un tema clave en la agenda de la política científica y tecnológica era la transferencia de tecnología como instrumento para lograr el desarrollo. Había una convicción compartida acerca de su importancia, pero su significado y sus implicancias eran algo confusas y las herramientas para llevarla a cabo controversiales. En aquellos tiempos, la Comisión Nacional de Estudios Geo-Heliofísicos (CNEGH), creada en 1968 (disuelta diez años después durante el "proceso" militar), había tomado como propia la bandera de la transferencia de tecnología y la asumió como rasgo diferencial para confrontar con otras instituciones de promoción de la investigación, como el CNICT (actual CONICET). Se trataba de un tema emergente que registraba ya cierto discurso público como parte de los debates propios de la teoría del desarrollo y de la dependencia de América Latina, surgidas en el ámbito de la CEPAL. Para los directivos de la CNEGH, a pesar de su identificación con esta problemática, la transferencia de conocimientos desde los grupos de investigación a los actores económicos y sociales representaba un serio problema, tanto desde el punto de vista operativo, como de la formulación de una política institucional. El tema, reconocían, se había convertido en uno de los aspectos que más dificultades les presentaba a la hora de definir y desarrollar acciones.
Por entonces, con la expresión “transferencia de tecnología” ocurría algo similar
a otras problemáticas, es decir, que su teorización se adelantaba a la verdadera
comprensión del problema. Se hacía necesaria la elaboración crítica de la
cuestión, a fin de determinar los aspectos conceptuales y operativos del
fenómeno y sus primitivas componentes. Las dificultades conceptuales surgían
del hecho de que el problema apuntado era un punto de fricción entre diversas ideas acerca de la función de la ciencia y el científico en la sociedad, así
como del proceso por el cual los avances científicos se transfieren al aparato
productivo. Quiero hacer notar que, más allá de las variaciones que da el paso
del tiempo y el revolucionario avance que actualmente registran la
ciencia y la tecnología, algunos aspectos centrales de aquellas cuestiones
siguen teniendo cierta vigencia y continúan siendo objeto de debate.
En aquellos años, el término transferencia tenía en Argentina la particularidad de
referirse, no tanto a un fenómeno, como a su relativa ausencia, salvo
excepciones puntuales. En el discurso del desarrollo se postulaba como
existente la transferencia, entendida como el flujo de conocimiento desde el
sector científico a otros sectores de la sociedad para lograr mejoras en el sistema
productivo, en los servicios o en la atención a las necesidades sociales. Desde
otra perspectiva, se refería a la adopción de tecnologías generadas en países de
mayor desarrollo, lo que alimentaba los discursos sobre la dominación y la
dependencia, característicos de la época. Estos discursos enfatizaban que las
diversas etapas de la sustitución de importaciones solían ser presentadas como
una secuencia natural y espontánea del crecimiento económico, lo cual ocultaba
el carácter asimétrico de las relaciones económicas internacionales y su impacto
sobre el problema de la toma de decisiones políticas. Estas y otras perspectivas
alimentaban un debate teñido frecuentemente de ideología.
Si bien se entendía que el problema que se planteaba a los países en desarrollo
era la carencia de un sistema científico de dimensiones adecuadas y
posibilidades de realizar un aporte significativo al proceso social, en la CNGH se
creía que era necesario encontrar un modelo, una política que respondiera a la
realidad del mundo en desarrollo y a las necesidades de su sociedad. Este
problema encontró un ámbito de debate en el que participaron muchos de los
protagonistas de entonces. En lo que sigue presentaré algunos de los ejes de un
debate organizado en 1971 por la Comisión, en el que participaron algunos de
los expertos más destacados de la época; entre ellos Floreal Forni, pionero de la
investigación sociológica, Ricardo Kesselman, economista preocupado por el
estancamiento estructural, Carlos Martínez Vidal, entrañable socio de Jorge
Sabato y finalmente Orestes Santochi, ilustre científico y fervoroso defensor del
desarrollo del interior del país. No fueron los únicos participantes de los debates,
pero la selección en este caso se debe a la perspectiva que aportaban, que
considero de interés todavía actual, y al recuerdo afectuoso que de algunos de
ellos conservo.
Algunos ejes de análisis
Algunos de los temas centrales de aquel debate fueron la cuestión del trabajo y
el empleo desde la perspectiva del desarrollo, la controversia acerca de la importación de tecnología y su generación local (tema destacado en la agenda
de la época), la gestión de la tecnología desde el punto de vista de la ingeniería
y el mercado, la formulación de una política tecnológica autónoma, aunque no
autárquica, la estrategia de alcanzar la innovación a partir de la copia y, por
último, una visión muy crítica sobre los desequilibrios entre las distintas regiones
del país.
El problema de la transferencia de tecnología, sus condiciones y su contexto fue
abordado en varios niveles. El primero de ellos remitía al flujo de conocimientos
desde el "sistema" científico tecnológico hacia otros sectores de la sociedad, en
el marco de los países en desarrollo. En este nivel, el problema señalado era la
carencia de un sistema científico de dimensiones adecuadas y con posibilidades
de realizar un aporte significativo al desarrollo del país. No era, sin embargo, un
problema exclusivamente relativo a las capacidades, sino sobre todo a las
orientaciones. Hubo un diagnóstico común acerca de la desvinculación del
sistema científico con respecto a las necesidades del país. Se objetó que el
sector científico estuviera orientado hacia pautas internacionalistas y su desarraigo
de la sociedad que integraba. Un matiz importante, señalado sobre todo desde
la perspectiva de la dependencia, se refería al creciente dominio de la ciencia y
la tecnología como un eje que articulaba una forma inédita de colonialismo.
En el nivel de un análisis más empírico, se consideraba que las variables para tener
en cuenta eran, entre otras, la potencialidad del sistema, estimada en recursos,
estructura, orientación, productividad y la articulación de la demanda, ya sea del
sector productivo, de gobierno, de servicios u otros. En este nivel, la situación
argentina ofrecía índices alarmantes, no solo en cuanto se refería a los recursos,
que en el aspecto financiero eran muy inferiores a los de los países con similar
ingreso per cápita, sino en cuanto a la composición disciplinaria, estructuración
institucional y orientación. A este respecto se enfatizaba que era significativa la
carencia, hasta entonces, de una política científica nacional que por lo menos proporcionara ciertas orientaciones y lineamientos generales.
En otro nivel de análisis, la distribución regional de los institutos de investigación
y de los recursos humanos y financieros en Argentina aparecía como un
problema que requería soluciones específicas. En efecto, la composición del
sector científico en la región capital, la pampa húmeda y el resto del país hacía
pensar en una forma de colonialismo interno con similares consecuencias para
el interior. Se propuso que este problema fuera analizado con categorías específicas, ya que para
su solución era preciso establecer un proceso de transferencia peculiar.
Otro enfoque del problema, en un nivel de análisis centralizado en el gobierno
nacional, hacía referencia al papel del estado como regulador del proceso. EI
problema de la transferencia se particularizaba en los aspectos legislativos, su
coherencia y adecuación, en los aspectos de planificación y los aspectos
institucionales de los organismos oficiales.
Por último, en un nivel instrumental, el problema de la transferencia se localizaba
en los mecanismos y procedimientos que era necesario implementar para que la tarea de un grupo científico trascendiera la creación de prototipos que nadie
habría de tener demasiado en cuenta. En este nivel se consideraba la estrategia
que debía seguir un instituto de investigación que pretendiera realizar un aporte
a la solución de problemas nacionales o regionales.
La cuestión del desarrollo
El problema de la transferencia de tecnología en los años setenta estaba
enmarcado conceptualmente en la cuestión crucial del desarrollo. Para los
teóricos del desarrollo, debía ser analizado en el marco más global de una
política tecnológica y ésta, a su vez, en el marco de una política global de
desarrollo. Tal enfoque aparecía en trabajos del ILPES de Chile y en algunos
trabajos de la Organización de los Estados Americanos (OEA). Ahora bien: ¿Qué
se entiende por “política global de desarrollo”? Una manera de entenderla, según
Floreal Forni, una de las figuras más destacadas de la sociología en la Argentina,
era tratar de verla en términos de tensiones u opciones.
La primera tensión era la que se establecía entre autonomía y dependencia.
Un extremo de la alternativa se traducía en estrategias que rechazaban
directamente toda introducción de tecnología desde el exterior (utopía de la
autosuficiencia total). El otro extremo era la libre introducción de la tecnología
como una mercadería más. En el medio, el ancho campo de las políticas, sus
prioridades y sus instrumentos.
La segunda tensión remitía a la cuestión del empleo. Asumiendo que un valor
crucial en la organización política era garantizar trabajo útil a los habitantes del
país, un extremo de la tensión aspiraba a niveles de pleno empleo (de cualquier
tipo) y en el otro, se ponía el énfasis en la calidad del trabajo y la productividad.
Esto abría las puertas de las políticas sociales y de empleo, así como al
sindicalismo y no perdía de vista el conflicto social.
La tercera tensión remitía a los conceptos de simetría y asimetría, lo que se
relacionaba con la posibilidad de establecer políticas asimétricas que dieran
impulso a determinadas actividades en forma diversificada. Esto equivalía a
admitir que el énfasis en el crecimiento no debía estar dispuesto en forma
general, simétricamente, sino aplicado selectivamente para determinados
sectores de la producción, ya sea de la agricultura o la industria. Del mismo
modo, permitía establecer diferencias en la distribución espacial entre las
diversas regiones del país (tema que retomaría Santochi). La teoría indicaba que
estas combinaciones no se producirían por azar, ni tampoco en forma aislada,
ya que la realidad mostraba una diversidad de formas asociadas y combinadas.
Un modelo de este tipo de análisis del crecimiento en la región aparecía en
documentos del ILPES y en la literatura sociológica. Se trataba de un fenómeno
central que se manifestaba en un crecimiento asimétrico generador de fuertes
desequilibrios. Forni apuntaba que si se lo analizaba desde el punto de vista de
la distribución espacial, resultaba evidente que las ciudades latinoamericanas
crecían mucho más que el empleo productivo en la industria. Como
consecuencia de ello, los nuevos habitantes canalizaban sus actividades en servicios de baja calidad y productividad, en un proceso que era tratado por la
literatura bajo el nombre de marginalidad.
En su opinión, las asimetrías regionales se debían a que el sistema no usaba a
fondo todos los recursos humanos disponibles, ni tampoco todos los recursos
naturales, sino que lo hacía selectivamente. La misma situación se observaba
en el sector industrial, que crecía cada vez más debido al proceso de sustitución
de importaciones y, en alguna medida, también en el sector agrícola, que estaba
registrando grandes mejoras en sus resultados. En todos los casos se trataba de
un crecimiento basado esencialmente en productividad; es decir, en un mayor
rendimiento de la unidad hombre, que cada vez producía más, lo que ocasionaba
que cada vez se necesitaran menos unidades hombre. El propio progreso
generaba, por lo tanto, nuevas formas de desocupación. Esta reflexión era
una de las primeras aproximaciones empíricas a lo que años más tarde habría
de ser un gran tema de debate: la relación no siempre positiva del cambio
tecnológico con el empleo. En aquellos años se lo empezaba a vislumbrar como
un problema crucial para Latinoamérica.
La estrategia que en materia de política tecnológica podía adoptar un país
latinoamericano, en opinión de Forni, debía ser una combinación de todas las
variables presentadas, con diferencias en el énfasis relativo. Destacaba también
la importancia de relacionar el fenómeno de la transferencia de tecnología desde
el prisma de los principales actores vinculados con ella. Así, era posible abordar
la transferencia de tecnología desde el punto de vista de la oferta de
conocimientos científicos (es decir, verla desde el sistema científico) o verla
desde la difusión de innovaciones (verla desde las empresas). En este caso,
acotaba que era preciso ponderar las necesidades que surgían de la dinámica
económica y cotejarlas con las capacidades locales de producción de
conocimiento tecnológico y las posibles fuentes externas, lo que introducía el
tema de la transferencia de tecnología extranjera.
Tecnología extranjera vs nacional
La literatura producida por los economistas de aquellos años ponía el énfasis la
necesidad de regular el balance entre tecnología nacional y extranjera. Había un
gran diferencia entre quienes propiciaban intervenir restrictivamente el proceso
de incorporación de tecnología extranjera al sistema productivo de los países
latinoamericanos (proponiendo crear alguna forma de regulación, inducción o
actuación de algún tipo) y quienes impulsaban la libre transferencia, en términos
de las leyes del mercado.
Un modelo priorizaba la generación de empresas más productivas sin tomar en
cuenta la distribución equitativa del ingreso, el pleno empleo y el crecimiento
simétrico, con la filosofía de que tal estrategia conduciría a un aumento
considerable del producto, lo que al final sería beneficioso para el conjunto de la
población. El otro modelo hablaba de alguna forma de regulación, aunque con
algunas excepciones orientadas a favorecer algunas industrias y sectores,
permitiendo en ellos la libre transferencia. El porqué de esta excepción se hallaba
en la naturaleza diversa del concepto de “tecnología”, que no era igual para todas
las industrias y sectores, sino que había algunos diferenciados por ser “de punta", en términos de innovaciones tecnológicas a nivel internacional, o en
términos de la inversión de capital necesaria. Tal política de transferencia tendría
como consecuencia automática una real asimetría, lo que no era visto
necesariamente como un problema. Más aún, algunas estrategias de desarrollo
ponían el acento en la conveniencia de la asimetría y el crecimiento
desequilibrado.
Algunos analistas proponían estrategias diferenciadas según el origen del capital
de las empresas: nacional o extranjero. Las excepciones variaban según se
tratara de empresas públicas o de capital privado. En términos generales, se
partía de la observación de que no era realista pensar que el desarrollo
tecnológico fuera automáticamente innovador en la totalidad del sistema
productivo, sino que era más ajustado a la realidad descomponer el proceso de
innovación en varias etapas. Así, era posible pensarlo en términos de diferentes
ingenierías y era probable que existiera una gran capacidad de aprendizaje en
aquellas industrias que hubieran estado más en contacto con la tecnología
avanzada.
En relación con la transferencia de tecnología se discutía un trabajo de Jorge
Katz (1969) que básicamente demostraba la existencia de diferentes etapas en
el proceso de sustitución de importaciones en Argentina. En una de ellas, a la
que ubicaba aproximadamente hasta la mitad de la década del 50, el crecimiento
de los productos se daba más bien en términos de aumento de capital por ahorro
interno o aumento de mano de obra ocupada, pero no por un aumento de
productividad, con un modelo cerrado a la incorporación de tecnología
extranjera. La tesis sostenía que a partir del año 1955, con aliento de la propia
política oficial, se produjo una extensa incorporación de tecnología en el país. No
fue una incorporación de tecnología solamente, sino también de capitales que
traían consigo tecnología; es decir, que la tecnología entró en forma de
maquinarias, procesos, mano de obra con cierta capacitación y patentes. Por la
complejidad de este proceso, Forni opinaba que analizar aisladamente lo
tecnológico era una enorme simplificación del problema.
Algunos de los modelos que se planteaban en las discusiones de la época
señalaban esquemáticamente dos opciones contrapuestas; una, incorporar
tecnología en un escenario abierto y la otra, limitar la incorporación de nueva
tecnología, en un escenario cerrado. En la realidad, las opciones no eran tan
simples, por lo que la idea central en los debates de la CNEGH era recuperar
una visión global del problema y ver que detrás de las decisiones de incorporar
nuevas tecnologías al proceso productivo había algunas que afectaban al pleno
empleo, otras que afectaban a la distribución equitativa del ingreso y otras al
crecimiento global. A su vez, las decisiones de incorporación podían ser
matizadas con otras variables, lo que conducía a contar con diferentes modelos
globales de desarrollo.
¿Cuál podría haber sido el aporte del sistema científico local a la generación y
transferencia de conocimiento tecnológico? Por entonces ya era abundante la
literatura que comparaba países más avanzados y menos avanzados, en término
de su gasto en I+D con relación al PBI. Una conclusión simplista -concluía Forni- era afirmar que bastaba con aumentar el gasto, investigar, crear mecanismos de
difusión y esperar a que se produjeran los beneficios sociales. Ese tipo de
estrategia podía ser relativamente satisfactoria para los científicos y técnicos,
pero dudosamente produciría cambios en el proceso de crecimiento de la
economía y la calidad de vida. Por consiguiente, se hacía evidente la necesidad
de recuperar la complejidad del problema incorporando en el análisis las
implicaciones emergentes de cada estrategia de política tecnológica, en el marco
de una política global de planeamiento.
Tecnología, ingeniería y mercado
La expresión “política global de planeamiento” era también un leitmotiv propio de
la época. Existían, sin embargo, numerosos problemas que hacían difícil la
planificación en materia de tecnología. Experiencias por entonces recientes
demostraban claramente las dificultades que debían ser sorteadas cada vez que
se intentaba formalizar un cuerpo coherente de políticas en tecnología. Los
documentos producidos hasta aquel momento por la Secretaría del CONACYT(1)
eran muy limitados en cuanto a la posibilidad de precisar la política tecnológica
existente y solían ser tan generales en sus medidas, que resultaba muy difícil
implementarlas. A su vez, las referencias existentes a políticas específicas, tales
como la regulación de licencias de marcas y patentes, en general soslayaban el
análisis de los puntos de introducción, difusión y transmisión de la tecnología
importada en el sistema económico del país y su influencia en las posibilidades
de generación interna. Tales limitaciones analíticas eran atribuibles al error de
encarar el problema de la tecnología considerándola como un bien simple e
indiferenciado, un insumo independiente de la producción o un factor que se
incorpora al aparato productivo en forma directa sin pasar por una serie de
etapas escalonadas. “A menos que estos aspectos sean tomados en cuenta, la
formulación de políticas correrá el peligro de caer en simplificaciones equívocas”,
afirmaba Ricardo Kesselman (1973).
Desde la perspectiva de Kesselman, había bastante evidencia empírica acerca
de que la tecnología se transfería incorporada a otros factores, particularmente
en los países en vías de desarrollo. En la generalidad de los casos, el proceso
de la transferencia implicaba la compra de uno o varios de los siguientes ítem:
bienes de capital, bienes intermedios, servicios de distinto tipo y know how
tecnológico o administrativo. Resultaba evidente, por lo tanto, que la tecnología
no podía ser tratada como una mercancía más. En muchos casos la tecnología
era más bien un predicado de las mercancías, una propiedad especial de ciertos
productos o procesos, que los diferenciaban de otros. Esto impedía su obtención
e incorporación al proceso productivo de manera independiente de la obtención
de los bienes o factores en los que se encontraba plasmada.
De acuerdo con la visión de Kesselman, la tecnología generalmente no estaría
asociada a un solo producto sino a una cadena de productos e insumos que se
reclaman mutuamente y se combinan de manera particular, según un
determinado patrón tecnológico. Por ello, para proceder a la introducción de una
tecnología nueva en un país subdesarrollado no bastaba con importar los
productos que la tenían incorporada, sino que era necesario disponer del
conocimiento de la particular forma de combinación de estos bienes, que estaba
implícita en su diseño.
Criticaba el hecho de que la mayoría de los documentos internacionales referidos
al tema enfocaran el funcionamiento y la relación de los distintos organismos que
por su función tenían que ver con la oferta de tecnología y limitaran su atención
a aspectos tales como las investigaciones a desarrollar y el número de técnicos
a formar. Este enfoque, sin embargo, dejaba de lado el modo de inserción de la
tecnología en el aparato productivo, por lo cual se terminaba considerando a la
tecnología como un insumo independiente. En su opinión, tales documentos,
como los producidos por la OEA, por ejemplo, enfatizaban la relación entre el
desarrollo del país y su política de ciencia y tecnología, pero dejaban en
una nebulosa el nexo entre la infraestructura científico tecnológica y el
desarrollo económico. Desde luego, eran enfoques centrados en la oferta y no
en la demanda de tecnología por parte de las empresas. La innovación, pese a
haber sido teorizada por Schumpeter en 1912, todavía no había adquirido
preponderancia en el diseño de políticas.
Según Kesselman, era necesario estudiar la manera en que el proceso de
adaptación y generación de tecnología se insertaba en el aparato productivo. Su
análisis era muy concreto. Se basaba en el reconocimiento de varias etapas y
de los tipos de ingeniería requeridos para cada una de ellas. Desde su
perspectiva, el encuentro entre la tecnología y el aparato productivo daría como
resultado el desarrollo de ciertas estructuras dentro de la empresa capitalista
desarrollada, generadora y aplicadora de tecnología. Proponía para ello un
modelo muy simple, descriptivo de las etapas que suelen encontrarse en general
en cualquier empresa desarrollada. Cada etapa no era independiente de las
otras, sino que necesitaba de cierta vinculación interna y externa con las otras,
pero a su vez poseía cierta autonomía relativa. Dependiendo del mayor o menor
grado de integración de ellas, ya sea a nivel de una empresa o del país, según
el nivel de análisis, se podía estimar la capacidad de generación y adaptación de
tecnología.
Las ingenierías
El esquema analítico que proponía Kesselman quedaba abierto a que en cada
caso fuera necesario efectuar ajustes y especificaciones. El punto de partida del
proceso tecnológico era la ingeniería de productos, que incluía el diseño del
producto, poseía vínculos con el mercado y se ajustaba a las posibilidades
técnicas existentes. La ingeniería de procesos, por su parte, comprendía el
proceso de elaboración del producto y de hacer posible la existencia de un bien.
Esta etapa, según Kesselman, estaba apoyada por el laboratorio de métodos, el
desarrollo de técnicas y los procesos de ensayo. Si las dificultades superaban
las posibilidades de una empresa, ésta podía acudir a laboratorios independientes para solucionar problemas específicos. La ingeniería de
detalles y materiales era la encargada de estipular los equipos y los materiales
a utilizar. Por último, la secuencia culminaba con las etapas de montaje y puesta
en marcha. El esquema permitía localizar déficits en la consolidación de la
estructura tecnológica y en lo referido a la generación e incorporación de
tecnología en el aparato productivo de un país como la Argentina.
La estructura y las etapas descriptas eran teóricas, ya que no todos los países,
reconocía Kesselman, poseían las condiciones necesarias para producir la
secuencia descripta. Un país subdesarrollado hubiera tenido serias dificultades
para que tal estructura funcionara. De hecho, afirmaba que el desarrollo
económico previo era una condición necesaria para la existencia de un sistema
autónomo generador de tecnología. Esta consideración le permitía hacer una
afirmación muy fuerte, en el sentido de que frente a la mirada más naif de los
investigadores, la ciencia de por sí no produce desarrollo, sino que se
requiere una sociedad industrial moderna como condición previa para poder
financiar los recursos necesarios. Destaco esta afirmación porque creo que,
siendo casi obvia, es frecuentemente olvidada en el diseño de las políticas de
ciencia, tecnología y desarrollo.
En los países menos desarrollados, los senderos serían diferentes. Si en la
economía de los países más avanzados se pasaba de la competencia al
monopolio a través de rentas generadas por elementos tecnológicos, en los
países subdesarrollados no sería necesario poseer un aparato tecnológico
propio, ya que podían acceder a una oferta de tecnología avanzada. En otras
palabras, en los países subdesarrollados no necesariamente se requería la
existencia de aparatos tecnológicos fuertemente desarrollados.
Las notas señaladas por Kesselman concurrían a explicar las dificultades de
integración del esquema presentado en un país subdesarrollado. El grado
diferencial en que las etapas antedichas se hallaban integradas dentro de los
procesos nacionales de producción para cada sector permitiría situar
relativamente a los países en una tabla o gradiente de dependencia o
independencia tecnológica.
Las primeras etapas del proceso, asociadas a la ingeniería de producto y de
proceso, estaban altamente desarrolladas en los países centrales y los recursos
destinados eran tan ingentes que no eran accesibles para la gran mayoría de los
productos generados en los países subdesarrollados e, incluso, para muchos
países desarrollados. Entendía, por lo tanto, que la posibilidad de que países
como Argentina pudieran superar esta brecha consistía fundamentalmente en
una política tecnológica que fuera capaz de articular la integración paulatina de
este esquema internamente, con el refuerzo de adaptar y copiar avances
tecnológicos generados en el extranjero. Se anticipaba a la formalización del
modelo coreano, formalizado por Linsu Kim (1975) como “llegar a la innovación
a partir de la copia”.
Era posible suponer que, a la sombra de una política adecuada, el país habría
estado en condiciones de abastecer internamente una parte sustancial de las etapas finales de la adaptación de procesos de tecnología (generación y
adaptación) reforzando las posibilidades de copiar tecnologías más sofisticadas.
Los datos que avalaban este análisis se basaban sobre todo en la calidad de los
recursos humanos disponibles, cuyo componente principal era una fuerte oferta
de profesionales universitarios de buena formación general y con grandes
posibilidades de especialización. Contribuía también la existencia de empresas
nacionales de gran magnitud, predominantemente estatales, como SOMISA o
YPF, con equipos de ingenieros nacionales a la cabeza de la organización de las
plantas, asesorados en su caso por técnicos extranjeros.
A partir de las consideraciones anteriores, Kesselman consideraba que la
capacidad tecnológica argentina se hallaba en buenas condiciones de adaptar la
integración de tecnologías hasta el nivel de la ingeniería de detalle, constructiva
y de materiales. Si hubiera estado apoyada por una política económica que en
tecnología hubiera apuntado a tales objetivos, habría estado en mejores
condiciones de minimizar la dependencia tecnológica a nivel de algunos de sus
componentes. Por otra parte, y tal vez más importante que el efecto anterior,
sería el hecho de que se habría posibilitado a técnicos locales familiarizarse en
forma sistemática con los procesos extranjeros, permitiéndoles mejorarlos y
adaptarlos a las condiciones locales; esto es, que se los habría capacitado para
copiar técnicas de avanzada, con el evidente propósito de producirlas luego
nacionalmente.
Por último, el abastecimiento de las etapas mencionadas habría requerido la
formación de equipos de técnicos de mayor tamaño, tanto dentro de las
empresas del sector industrial, como en el sistema de educación. Se habrían
requerido también grupos de consultores lo suficientemente fuertes como para
comenzar a encarar progresivamente las etapas superiores de la estructura. La
principal conclusión de este análisis era que toda formulación de política en el
campo de la tecnología debe tender a la integración de una estructura de
diferentes etapas.
Señalaba también Kesselman que era necesario adoptar una política diferencial
para las empresas de capital nacional y las de capital extranjero. Mientras que
en las primeras sería posible alcanzar una integración máxima, tanto de servicios
como en la selección de alternativas, en el segundo de los casos siempre
existiría la tendencia de preseleccionar procesos. Las empresas extranjeras
tendrían esta tendencia, en general, por parte de las casas matrices, dejando al
mercado local la posibilidad de llevar a cabo los servicios correspondientes a la
etapa de ingeniería de detalle y constructiva.
Dadas las considerables economías de escala existentes a lo largo de toda la
estructura, debía analizarse la posibilidad, además, de constituir centros de
ingeniería comunes a varias empresas, incluso por ramas de la industria. Para
la faz operativa de la formulación de políticas debía hacerse una doble
consideración: en primer término, determinar en qué rama de la industria se
estaba expandiendo la frontera de conocimientos y, en segundo término
determinar cuáles eran las ramas de la industria en las que se deseaba imprimir
un desarrollo preferencial. Dada la escasez de recursos disponibles, convenía concentrar los esfuerzos a nivel de sectores prioritarios, sin menoscabar otras
posibilidades. Este esquema, concluía Kesselman, podría hacer un poco más
operativos los intentos de formular políticas, en particular aquellas que
enfatizaran la familiarización con las técnicas extranjeras a través de una
adecuada imitación local.
Política tecnológica
Una visión complementaria fue presentada por Carlos Martínez Vidal, basándose
en lo que llamó “un esquema muy simple”, formulado inicialmente por Alberto
Aráoz(2) . El esquema comparaba los sistemas de I+D entre países desarrollados
y en desarrollo. Desde esta mirada, en un país cuya estructura socioeconómica
permitiera definirlo como “desarrollado” debía existir, en general, un muy buen
acople entre los subsistemas de investigación básica, aplicada y desarrollo. En
este caso, la alimentación de resultados y la realimentación de problemas
funcionaría eficazmente (3). En su conjunto, el sistema tendría un buen acople
entre la tecnología que oferta y las demandas de la sociedad. Ahora bien, ¿qué pasaba en Argentina? Carlos Martínez Vidal respondía que por estar “en
desarrollo” era de suponer que tuviera un incipiente sistema de I+D y que su
sector productivo fuera capaz de satisfacer algún porcentaje de la demanda de
la sociedad. Sin embargo, afirmaba, en la realidad las cosas no eran así. Dentro
del sistema de I+D los subsistemas de investigación básica, aplicada y desarrollo
eran núcleos aislados y hasta se podía decir que no existía interrelación. En
cambio, el subsistema de investigación básica poseía una fuerte relación con sus
iguales a nivel internacional. Se publicaba en las mejores revistas al más alto
nivel, pero la interacción en materia de investigación aplicada y desarrollo era
“prácticamente cero”.
No autarquía pero sí autonomía. El diagnóstico de Martínez Vidal reconocía
que la tecnología que usaba el sector productivo argentino era transferida
mayoritariamente desde el exterior. Una parte muy pequeña era adaptada a las
condiciones locales, pero no se generaba tecnología local, salvo honrosas
excepciones, mientras que su transferencia implicaba la importación, adaptación
y creación de nueva tecnología. Advertía, sin embargo, que el objetivo de una
política no podía ser crear toda la tecnología necesaria. La pretensión de una
autarquía era absurda, afirmaba (4), pero en cambio era necesario alcanzar
autonomía en la capacidad de compra. ¿Qué implicaba eso? La capacidad de
seleccionar la tecnología más apropiada y adaptarla a las materias primas y condiciones locales para terminar así con la compra "llave en mano” de equipos
e instalaciones, efectuando una correcta desagregación y evaluación de la
capacidad nacional de fabricación.
La opción por la compra de tecnología, sin embargo, tampoco carecía de
dificultades ya que, por una parte, la tecnología que se compraba provenía de
países de alto grado de desarrollo que en general disponían de mano de obra
cara y suficientes reservas de capital. Se importaba tecnología de capital
intensivo y baja mano de obra, siendo así que los problemas de la estructura
socioeconómica de los países en desarrollo eran exactamente los contrarios:
falta de capital y subempleo. De allí surgía una disyuntiva crucial para la política:
¿priorizar el desarrollo económico, el desarrollo industrial o el desarrollo social?
Si el objetivo fuera meramente el desarrollo industrial, el camino para lograrlo
habría sido bastante fácil. Si hubiera sido el desarrollo económico, habría sido
un poco más complejo, pero si se aspirara a un desarrollo social se abriría otra
matriz de opciones. Si la premisa fuera lograr para la Argentina autonomía y
desarrollo social, ello significaría que habría que llegar a un compromiso entre el
costo técnico o económico de un producto y el costo social agregado. Por otro
lado, se preguntaba cuál era el valor real que tenía el sistema de I+D en la
sociedad argentina. Analizando las noticias científicas que publicaba por
entonces la prensa, deducía las pautas sociales: “ciencias son nuestros premios
Nobel, el resto no es ciencia”.
La visión del país
¿Cuál era la sociedad que avizoraba Martínez Vidal? Un país contradictorio,
describía, en el que si tomaba los indicadores más importantes y seleccionaba
diez de ellos, podía demostrar que la Argentina era el mejor del mundo, un país
súper desarrollado. Pero si elegía otros diez, Argentina era el prototipo de un
país subdesarrollado. Esto daba la pauta, en su opinión, del estado anímico
permanentemente oscilatorio de la sociedad argentina:
“en forma individual pasamos momentos de euforia, en los cuales somos los mejores del mundo: hacemos la mejor investigación, el mejor futbol , el mejor boxeo, tenemos los mejores pintores y escritores o, por el contrario, somos los más desgraciados que hay en el mundo, todo lo argentino es una porquería, no existe nada, no se puede crear nada, lo mejor que se puede hacer acá es cerrar el negocio e irse y que el último que se vaya apague la luz”.
Los índices tenían un valor relativo. Los del PBI, por ejemplo, mostraban una
modificación sustancial en la estructura económica del país, particularmente en
la relación del sector agropecuario con el sector industrial. En 1935 el 29,9%
correspondía al sector agropecuario y el 14,8% a las industrias manufactureras.
En 1945 los valores habían cambiado el del agro había descendido al 20,2% y
el de la industria aumentado al 22,5%. En 1955 los valores eran del 17,5% y
25,5%. A la fecha del encuentro, según el CONADE sólo el 14,8% del PBI
correspondía al sector agropecuario y el 39,5% al sector industrial. O sea, que
paulatinamente la estructura económica interna del país se había ido volcando de un sector hacia otro. Sin embargo, no se había desarrollado en forma
coherente si se prestaba atención al hecho de que la balanza de pago del sector
agropecuario representaba el 92,6% para el período 1960-65, en tanto que la
minería era apenas el 0,9% y la industria el 6,5%. En 1969 había bajado
levemente del 92,6% al 85 u 86%. O sea, que en la balanza de pagos el país
seguía fundamentalmente dependiente de las exportaciones agropecuarias. Los
datos describían cabalmente las consecuencias de la industrialización por
sustitución de importaciones, volcada casi exclusivamente en el mercado
interno.
El triángulo de Sabato
El triángulo de Sabato, cuyos vértices son el gobierno, la infraestructura científico
tecnológica y el sector productivo era por entonces una novedad como modelo
analítico. Martínez Vidal lo
ponía como ejemplo porque
en su opinión permitía ver
claramente los factores
negativos y positivos que
acontecen en los dos
vértices inferiores.
La transferencia tendría la
capacidad de interrelacionar
vértices, pero -afirmaba- como había una realimentación eficaz correspondería hablar más bien de que
los acoplaba. El modelo proponía que únicamente mediante el correcto
desarrollo de estas interrelaciones entre los vértices y las interrelaciones que
existen en cada uno de ellos resulta posible realmente llegar a obtener el objetivo
de la transformación deseable para el país. Sobre el particular, un elemento que
tiene un valor fundamental es la creatividad. Repetía palabras de Sabato:
"quinientos mediocres no van a dar una sola idea brillante; un solo individuo brillante puede dar quinientas ideas brillantes”.
En el modelo no se veía oposición entre la investigación científica y la innovación.
Por el contrario la investigación científica y técnica era fundamental desde el
punto de vista de la creatividad, afirmaba. La innovación únicamente podrá
efectuarla quien tuviera claridad de conceptos y ese elemento llamado
creatividad. El saber copiar es simplemente una de las facetas de esa
creatividad; el saber adaptar es otra de sus facetas. No hay contradicción, sino
que es una de las facetas con las cuales se presenta. En contraposición, en la
realidad argentina se preguntaba qué tipo de institutos formaban el sistema
científico tecnológico. En primer lugar, se respondía, las universidades y los
institutos de tipo universitario. En unas y otros encontramos sistemas educativos
que en general son anticuados. Su juicio era muy severo:
“es raro que la universidad produzca hombres capaces; por el contrario más bien los combate. El establishment que forma la universidad es el que la maneja”.
Los problemas de la investigación universitaria
Muy negativa era la opinión de Martínez Vidal con respecto al papel
desempeñado por las universidades en su vértice del triángulo. Cada universidad
quería tener todas las carreras de ingeniería, afirmaba, lo que generaba una
competencia permanente, sin una redistribución lógica de recursos humanos ni
una planificación de necesidades a nivel regional. La competencia terminaba
produciendo ineficiencia. A eso se sumaba que era baja la investigación que se
efectuaba en las universidades. Si bien reconocía la calidad de ciertas líneas o
sectores tradicionales, estimaba que era muy poca la investigación que
efectuaban.
“En lo que hace a la investigación tecnológica, incluso investigación aplicada, diría que tiende básicamente a cero, a pesar de la importancia relativa que debería tener dentro de un desarrollo armónico nacional.”
La falta de tradición investigadora hacía que no existiera una infraestructura
mínima de apoyo. Aquellos “locos sueltos” -en su expresión- que caían en la
universidad y querían hacer investigación se encontraban con que no existía un
taller montado, no existía un vidriero, no existían depósitos, no había repuestos,
es decir, no existía la infraestructura mínima necesaria para poder trabajar.
Equipos de 70 a 80 mil dólares estaban parados porque faltaba un repuesto que
solamente se podía traer del sitio o de la fábrica que lo vendió. Cuando se
conseguía el dinero, la compra de cualquier repuesto a través de los regímenes
normales de licitación llevaba entre uno y tres años, desde que se hacía el pedido
hasta que llegaba el material y lo sacaran de aduana. En su opinión, todos estos
factores incidían en el desánimo. A esto se agregaba que la investigación en el
sector privado era casi nula y muy débil en el sector público ligado a la
producción: el que tenía que ver con energía eléctrica, petróleo, carbón,
siderurgia y transporte.
El CNICT y el CONACYT
En cuanto al CNICT (actualmente CONCET), juzgaba que su rol había sido muy importante en sus
comienzos, desde su creación en 1958 hasta 1961, pero luego había quedado
simplemente a nivel de un instituto de promoción, fundamentalmente de ciencias
básicas. Más específicamente, de medicina y biología. Citó un trabajo de Raúl
Cardón (1962), según el cual el 56% de los investigadores de la Carrera (es
decir, de los investigadores “con patente”) pertenecía a esas disciplinas. Para
compensar esta deformación existente se creó entonces el CONACYT, pero a
excepción del Inventario del Potencial Científico y Técnico Nacional, durante tres
años no hizo nada; no pasó absolutamente nada. Hasta fue contraproducente,
porque pretendió dar una imagen de planificación absurda y ridícula, sin analizar
en qué país vivíamos ni cuales eran nuestras necesidades. Se fijó una meta
copiada de países más desarrollados:
“tenemos que llegar en 10 años al 1,5% del PBI en investigación y desarrollo. ¿Y qué hacemos? Bueno, en el sector 1 ponele 20%; en el sector 2 no, acá un poco menos, ponele el 12%; acá ponele el 3% porque creo que hay poca gente. Naturalmente, se hizo antes de que se terminara el Inventario del Potencial, sin sus datos.”
Toda esta falta de seriedad, toda esta falta de madurez intelectual tiende a un
desánimo permanente, afirmaba. Nos encontramos así con que el vértice de
infraestructura científica y tecnológica (ICT) del triángulo se vuelca hacia una
sociedad que a nivel internacional lo reconoce como un par (lo cual resulta
bastante lógico, ante la inmadurez de la sociedad que lo rodea). La mayoría de
estas investigaciones están volcadas hacia la parte básica en la cual esto es
mucho más factible, hay una relación ya existente, una cierta tradición y se puede
obtener, si no dinero, por lo menos "status intelectual”.
Los aspectos finales son los mecanismos jurídicos y administrativos, de los
cuales -decía- la atmósfera que rodea todo es totalmente kafkiana, desde el
expediente de compra hasta el nombramiento o contrato. Los recursos
económicos y financieros son escasos, pero el factor más importante es que
están mal distribuidos. La distribución es incorrecta y pareciera que hay alguien
del lado de la administración que detecta realmente cuáles son las necesidades
de cada instituto para dar el dinero en las otras partidas. Cuando un instituto ha
conseguido por el BID préstamos o tiene equipos, entonces no consigue partida
de personal. Es posible que consiga partida de inversiones, porque la distribución
del presupuesto nacional lo permite, pero personal no, porque no se puede
aumentar un peso en personal, o la inversa. Por la otra punta de esta
transferencia, nos encontramos con esa clase dirigente en el sector industrial,
que yo diría que le falta conciencia de clase.
En relación con la última afirmación, citó a José Enrique Miguens, para quien la
clase dirigente industrial argentina tenía la ideología de la llamada “libre
empresa”, tal como se entendía en estos términos en el país, es decir, que
“cuando todo el resto de los países desarrollados han mandado la libre empresa al demonio y son los más proteccionistas que podemos suponer, acá en la Argentina, país que debería tener total autonomía de decisión, metemos ese concepto llamado libre empresa”.
Siguiendo con ese nivel de crítica, afirmaba que en general, frente a cualquier
proyecto idea o iniciativa, la posición de los empresarios era generalmente
negativa o crítica. Denunciaba una confusión ideológica que la conducía a que,
como clase, se enrolara generalmente en posiciones decadentes contrarias a
sus propios intereses porque no sabían distinguir entre amigos y enemigos. En
este punto citaba a un Jefe del Servicio de Inteligencia británico que escribió:
"El signo del colapso de una clase dirigente es su incapacidad para
reconocer sus enemigos, hasta llegar a veces al colmo de preferirlos a sus
amigos".
Aquella frase estaba bastante adaptada a la posición que reconocía en la
burguesía industrial argentina, que no tenía lo que llamaba “vocación de
grandeza”. Siguiendo su discurso, reconocía que la aristocracia tradicional, el
sector agrícola ganadero, en su momento histórico encabezó un movimiento
progresista y modernizante a nivel internacional. Con esto se refería a la
generación del 80 y de todas sus consecuencias posteriores. La clase industrial
argentina que, por los números vistos, pasó en el término de 30 años de representar el 14% o 15% a un 40% del PBI y se había convertido en el motor
impulsor más potente que tenía el país, no tenía sentido ni conciencia de clase,
afirmaba. En definitiva, los rasgos que les atribuía eran a) falta de cohesión como
grupo, b) privación de status, c) falta de pautas culturales y, por lo tanto, copia
de pautas culturales del exterior y d) falta de conocimientos específicos de acción
práctica, ya sea desde el punto de vista técnico o político. Es allí donde
entroncaba el problema de la transferencia.
Frente a tal panorama del vértice empresarial, ¿qué se podía hacer desde el
vértice académico? En tales condiciones, ¿qué podía hacer un instituto? Se
refería a las universidades, los centros de investigación con un fin específico
(como podía ser la Comisión de Energía Atómica), o institutos con objetivos más
amplios o más generales, como el CNICT, el INTI, el INTA, la CNIE o la propia
CNEGH. Una característica fundamental de todas estas instituciones que sus
organigramas son nada más que elementos que aparecen en el papel;
elementos que sirven nada más para justificar cargos, para conseguir un salario
mayor o que responden directamente a la ley de Parkinson, pero nunca
representan la realidad, ni de las funciones, ni de la actividad que hace al
instituto. Entonces, "no debemos creer en esta estructura. Tenemos que creer en la
realidad y la realidad son los grupos de trabajo". Martínez Vidal reconocía que en
diferentes centros en Argentina se habían generado y se seguían generando
grupos de trabajo del más alto nivel y calidad internacional. A estos grupos
tenemos que defenderlos de cualquier manera y a ultranza… y no pretender
darles recetas porque recetas no existen.
Un enfoque regional
Orestes Santochi, físico, profesor de la UNT y Director del Departamento de
Física Aplicada de la CNEGH en La Rioja (un experimento institucional
específicamente destinado a la transferencia de tecnología) aportó al debate una
mirada desde lo regional, con una fuerte carga ideológica que se expresaba
sobre todo en su visión de la historia argentina, centrada en la confrontación
entre el puerto de Buenos Aires y el interior del país. Santochi era un académico
muy destacado, un ciudadano comprometido con una visión de progreso social
y un enamorado del país interior y de su música. Su casa era un conocido punto
de reunión de folkloristas.(5)
Su mirada sobre el problema de la tecnología y su transferencia a la sociedad
partía del entendimiento de que el diseño del sistema y la planificación de las
actividades científicas era una consecuencia directa del país, tanto del país real,
como del deseable, dado que “todos conocemos el papel que en la sociedad
moderna juegan la ciencia y la tecnología”. En consecuencia, la transferencia de
conocimientos científicos a los distintos sistemas que configuraban la sociedad
estaba, fuertemente condicionada por sus relaciones estructurales, su
autonomía, y la inserción del país en el sistema internacional. Por eso, para
enmarcar mejor el problema de la transferencia de los resultados de la ciencia y la tecnología a la sociedad que lo sustentaba, creía necesario recapitular las
pautas históricas, políticas y sociales que condujeron al país de entonces.
Un marco histórico alternativo
De acuerdo con la visión de Santochi, el proceso político, social y económico
vivido por el país desde su nacimiento como nación (e incluso desde antes de
entonces) condujo a una desarticulación de las regiones que lo conforman. El
territorio argentino abarcaba regiones que reconocían pautas culturales y de
desarrollo comunes para cada una de ellas y habían alcanzado un grado de
desarrollo relativo bastante elevado. En la región del noroeste argentino existía
una floreciente industria de hilados y vestidos y una industria carrocera muy
desarrollada. El sector primario de la producción, agricultura, ganadería y
explotación de yacimientos mineros constituían la base de una economía
floreciente y autónoma con una alta tasa de desarrollo que fue la base sobre la
que más tarde se asentaron otras industrias, como la azucarera. Estas regiones
mercaban directamente entre ellas y con regiones vecinas de Chile, Bolivia,
Perú, Paraguay. Esta circunstancia daba a la sociedad, no solo la posibilidad de
un franco crecimiento económico, sino que se enriquecían culturalmente y se
daban las bases, así, de un verdadero desarrollo, a través del intercambio con
entre zonas de igual desarrollo relativo y con pautas culturales comunes.
En su relato, afirmaba que el primer paso hacia la desarticulación y
empobrecimiento del país interior había sido dado en la época del Virreinato, al
declararse el monopolio del puerto de Buenos Aires. Aquello, creía, significó el
fin de las economías regionales al interrumpir el intercambio entre regiones y dio
comienzo a una enajenación cultural que habría de ser una constante en la
historia nacional, pues al entrar la cultura europea, “tan cara a la sociedad
mercantilista que había nacido a la sombra del contrabando, bajo la protección
de la tarifa aduanera”, Buenos Aires llegaría a constituir una de las ciudades más
grandes del mundo. A partir de aquel momento, el futuro económico del país
estaba sellado, pues era claro que las incipientes economías regionales no
habrían podido competir, ni con la tecnología, ni con la escala económica de una
Europa imperialista asentada en uno de los acontecimientos más grandes de la
historia de la humanidad: la revolución industrial.
Desde aquel momento, aseguraba, la política económica nacional pasó a ser la
política de la tarifa portuaria. El puerto se convirtió en el principal instrumento del
sistema que cimentaba las bases de la deformación macrocefálica del país. Las
regiones naturalmente articuladas trastocaron sus límites e interacciones en
función de la nueva demanda económica y se reordenó al país en nuevas
regiones que aportaban a la economía portuaria. Así surgió la región más
importante del país: la “pampa húmeda”, esencialmente comprendida por la
provincia de Buenos Aires. Caracterizada por su alta renta diferencia constituyó
la base económica sobre la que asentaba el nuevo orden. Rodeando la pampa
húmeda, existía un ancho cinturón que comprendía parte de las provincias de
Entre Ríos, Santa Fe, Córdoba y la Pampa. Esta era la “pampa semi húmeda”,
con una renta diferencial menor, pero que por su extensión y naturaleza de su
producción resultaba competitiva en el mercado internacional. El resto del país
conformó la reglón postergada del sistema, pues por la naturaleza de su producción no encajaba en el modelo económico del puerto como productor de
la renta nacional. Las obras de infraestructura como las vías férreas, los caminos,
el transporte de energía eléctrica, el gas y el petróleo, entre otras, se ajustaron
al modelo.
Desde el punto de vista cultural, el puerto ha sido el lugar de entrada de formas
culturales ajenas que actuaron desdibujando un perfil cultural propio. Así nuestra
“cultura” fue europea, francesa, inglesa y últimamente norteamericana,
dependiendo de la inserción que el sistema económico nos daba en el sistema
internacional. Para la elite mercantilista del puerto no existió nunca un fondo
cultural nacional rescatable y simultáneamente no tuvo la capacidad de asimilar,
recreando, las formas culturales que importaba, por lo que su quehacer resultaba
ser el reflejo colonial de la actividad cultural de la metrópolis. Esta situación tuvo
graves consecuencias para la formación de una cultura nacional y del sistema
científico y tecnológico en particular, como veremos más adelante. A la par,
embretó al país en un modelo primitivo, como fue el de civilización y barbarie.
Para ese modelo, la civilización y la cultura están y entran por el puerto; el país
interior es el país bárbaro que hay que civilizar y culturalizar.
Crecimiento económico y desarrollo
Santochi distinguía entre crecimiento económico y desarrollo.
Para que exista crecimiento económico (aumento del producto bruto y mayor
ingreso medio per cápita), afirmaba, sólo hace falta que crezca el sistema de
producción, sin que necesariamente se produzca una modificación de los otros
sistemas que componen la sociedad. La importación de capitales y tecnologías
produce ciertamente un crecimiento económico debido al aumento de la
producción, lo que a su vez puede estimular el consumo. Pero tal resultado
habría sido logrado al precio del crecimiento desarmónico de una parte del
sistema social. Es claro, afirmaba, que el sistema de gobierno ha perdido
autonomía por la presión del capital externo y que a la par se ha resentido el
sistema técnico científico al haberse importado tecnología, en lugar de haber
estimulado su producción local. El crecimiento económico registrado en
Argentina ha sido a costa de la importación de capitales y tecnología. Se produjo
una mejora cierta en el ingreso medio per cápita, pero ese índice sólo tiene valor
en un contexto estadístico, pues en amplios sectores de la población existe un
empobrecimiento real, las economías regionales están desarticuladas y se dan
así las bases para el ejercicio de un colonialismo interno. Por otro lado, afirmaba,
es claro que queda resentida la autonomía de gobierno así como la función social
del sistema técnico científico.
En cambio, entendía por desarrollo, siguiendo a François Perroux (1966), “el
conjunto de cambios en las estructuras mentales y sociales que permiten el
crecimiento acumulativo del producto global real”.(6)
El desarrollo, por lo tanto,
exige un crecimiento armónico de toda la sociedad; debe conducir a un permanente fortalecimiento de la autonomía nacional al enriquecer el sistema de
creación; a un aumento del producto al crecer el sistema de producción la base
de acumulación de capital nacional, a mejorar efectivamente el nivel de vida al
ofrecer mejores bienes y servicios.
Desde la perspectiva de Santochi parecía evidente que el desarrollo nacional
latinoamericano no podía darse siguiendo el mismo esquema que los países
desarrollados. Dicho de otra manera, no se trataba de aplicar las mismas
fórmulas de desarrollo que siguieron los hoy países centrales, como si solo se
tratara del mismo problema, simplemente desplazado en el tiempo. Ciertamente,
las condiciones objetivas en que se encontraban los países desarrollados en el
momento de despegue eran muy distintas de aquellas en las que se encontraban
los países subdesarrollados. En efecto, las condiciones de "entorno" en ambos
casos eran muy diferentes. Algunas de esas condiciones eran:
a) El consumo se ve estimulado por la necesidad de bienes inútiles, superfluos o prescindibles y que generalmente están por encima de las posibilidades reales del sistema productivo del país en desarrollo. Esta circunstancia obliga a recurrir a distintas formas de importación, incidiendo así sobre la tasa de ahorro nacional.b) Los países en desarrollo, cuya economía está basada esencialmente en el sector primario resultan afectados por el continuo deterioro en el intercambio, al tener que importar manufacturas y bienes de capital con un creciente valor agregado típico de los países altamente industrializados. Esta situación conduce prácticamente a una división internacional del trabajo.c) La permanente expansión económica de los países industrializados genera una gran acumulación de capital, creándose así una masa de capital internacional que para ser invertido en países en desarrollo exige condiciones tales que actúan limitando la autonomía del sistema de gobierno.d) Los países industrializados tuvieron una tasa de crecimiento demográfico comparativamente baja, la mitad de la tasa de los países en desarrollo, como consecuencia de la alta tasa de mortalidad. Esto implica una distinta relación con el consumo y la producción.
Así, estas condiciones de contorno distintas generarían un problema estructural
distinto y el subdesarrollo no sería, entonces, una etapa previa al desarrollo, sino
una problemática completamente distinta y para atacarla se necesitarían
grandes dosis de originalidad y, por sobre todas las cosas, vocación nacional.
En el proceso de desarrollo, así entendido, la estructura cultural y el sistema
científico y tecnológico estaban llamados a jugar un papel preponderante. Por
ello, solo comprendiendo profundamente las causas de su enajenación sería
posible diseñar un sistema científico con capacidad para formular propuestas
alternativas para el desarrollo del país.
El papel del sistema de creación en el proceso de desarrollo
Con el objeto de ilustrar su modelo de sociedad, Santochi utilizó el explicitado el
de la Fundación Bariloche. Dicho modelo suponía que la sociedad está
compuesta por cuatro sistemas: el sistema de Gobierno, el sistema de
Producción, el sistema de Creación y el sistema de Consumo. El grado de
desarrollo de cada uno de ellos podía ser medido, tanto por sus características
extensivas e intensivas, como por su interrelación con la sociedad. El sistema
nacional, como un todo, estaba inserto en el sistema internacional bajo la guía
orientadora del “proyecto nacional”; esto es, del modelo de país que se deseaba.
Era posible, por lo tanto, diferenciar dos aspectos: la relación interna del sistema
y su relación externa.
En el caso argentino (y en general el latinoamericano), la presión del sistema
Internacional era tal que el proyecto nacional dejaba de ser la expresión de la
sociedad para ser sólo un efecto del sistema internacional sobre la sociedad, la
que resultaba así fuertemente condicionada por aquel. En el orden interno, las
relaciones entre los distintos sistemas eran débiles o inexistentes. El sistema de
producción estaba más unido al sistema internacional que al nacional. De esta
forma, no había circulación de “oferta” y “demanda" entre los distintos sistemas
y el desarrollo de cada uno de ellos era anárquico y ciertamente enajenado de la
realidad nacional.
Siguiendo con su argumentación, Santochi consideraba que las características
más sobresalientes del sistema de creación nacional, en general, y del
subsistema de investigación científica y tecnológica en particular, respondían a
un modelo deficitario cuyas características más destacadas eran las siguientes:
a) Crecimiento aleatorio o anárquicob) Enajenaciónc) Ineficienciad) Insuficiencia.
El sistema de creación se había ido desarrollando de una manera aleatoria, más
que como respuesta o formulación alternativa del sistema de creación para el
proceso de desarrollo nacional, al no existir razones socioeconómicas o políticas
para generar un sistema de creación autónomo y menos aún para planificar su
desarrollo. Por el contrario, por la situación de dependencia, existían sólidas
razones para fomentar el desarrollo de un sistema de creación enajenado, en
donde sus manifestaciones se consideren un lujo de la sociedad, más que una
necesidad impostergable de la misma.
El alto nivel científico y prestigio personal de unos pocos, así como también
algunos compromisos internacionales de los cuales el país participó por razones
de prestigio y supuestas razones políticas, eran las causas que han actuado
como motores del proceso de formación de grupos de investigación científica y
tecnológica. Dependiendo de circunstancias muy diversas, esos grupos así
formados habían crecido con distinta suerte, de forma tal que eran muy pocos
los que habían alcanzado un dimensionado que les asegurara autonomía y
originalidad en su labor. Esto se mostraba claramente en la encuesta sobre el
potencial científico y técnico nacional realizada por la SECONACYT. Un 30% de
los institutos de investigación encuestados en 1969 tenía 5 científicos o menos y un 21% de los institutos gastaba en investigación y desarrollo menos de 1
millón de pesos moneda nacional por año. El promedio de años-hombre por
instituto era de 4,6 y el total de proyectos de investigación y desarrollo era del
orden de 10.000 para un total de 13.000 investigadores, no todos de tiempo
completo, por lo que corresponden casi 2 proyectos por investigador de tiempo
completo. Se trataba de un panorama que, además de desalentador, era una
clara muestra del crecimiento anárquico del sistema y a la vez hacía evidente la
impostergable necesidad de una planificación en todo el sector.
El análisis de los institutos de investigación por sector de dependencia mostraba
que las universidades nacionales representaban el sector menos eficiente y peor
dimensionado. Sobre el particular, decía el informe mencionado:
“Observando la información según sectores de dependencia notamos una nítida diferenciación entre los sectores universitarios y privados de bien público, por un lado, y los demás sectores por el otro lado. Aquellos muestran problemas de personal y de egresos por institutos marcadamente inferiores, debido a la presencia de numerosos institutos pequeños. Casi el 40% de los institutos universitarios empleaba 10 personas o menos; alrededor de la tercera parte poseía 5 o menos científicos y un 21% gasta en investigación y desarrollo menos de un millón de pesos moneda nacional al año. Por otra parte, el exiguo promedio de gastos por año-hombre en este sector, que llegaba a solo 1,7 millones de pesos moneda nacional por año, hace sospechar que la tarea científica se llevaba a cabo en condiciones penosas y por ende, de manera poco eficiente, salvo en algunos institutos privados ubicados principalmente en las ciencias exactas y en el área metropolitana".
A la vista de los datos de la encuesta sobre el potencial, Santochi argumentaba
que el subsistema de investigación científica y tecnológica padecía una
deformación estructural, como resultado de la falta de programación y de haber
dejado librada la investigación a líneas academicistas o cientificistas que eran el
reflejo de la agenda científica internacional, más que de las necesidades locales.
Esto quedaba en evidencia cuando se analizaba la distribución porcentual de los
gastos corrientes en investigación por tipo de investigación. En este sentido, la
relación de inversiones entre investigación básica, investigación aplicada y
desarrollo variaba entre los distintos países. En particular, la inversión en
desarrollo era el más variable por cuanto estaba fuertemente vinculada al
sistema productivo y por lo tanto dependía mucho de este último. Así, por
ejemplo, en Estados Unidos es relación era de 1:2:7, mientras que en Francia se
estimaba en 1:5:4. En Argentina, de acuerdo con la SECONACYT, era de
aproximadamente 5:3:2. Tal relación de inversión mostraba, por un lado, la
inserción del sistema de creación en la sociedad pero, por otro lado, significaba
un constante drenaje de conocimientos (capital cognitivo) desde el sistema
nacional hacia el internacional por un doble efecto, ya que, por un lado se
exportaba conocimiento básico que alimentaría el sector aplicado y de desarrollo
del sistema internacional y, por otro lado, importaba tecnología debido al
subdimensionamiento de ese sector en el sistema local.
La conclusión del razonamiento de Santochi era que,
“dadas las características ya analizadas del sistema científico, una política para éste debe tener como primer y fundamental objetivo poner la inteligencia nacional al servicio de la problemática regional y nacional, con vocación, originalidad y máximo nivel como para proponer respuestas ideológicas y formulaciones alternativas para el proceso de desarrollo.”
Lo central era su convicción de que la ciencia no posee, a priori, las soluciones
que requiere la sociedad, sino que es la sociedad la que debe formular
demandas para el sistema científico, por lo que resulta indispensable fortalecer,
a través de fórmulas originales, las interacciones con los distintos sistemas que
conforman la sociedad, con el objeto de explicitar esas demandas y transferir los
resultados del sistema de creación al medio. En la actualidad, esa problemática
sigue vigente y se la denomina vinculación universidad - empresa o vinculación
con el entorno económico y social.
Las consideraciones anteriores llevaban a Santochi a propiciar para el país un
modelo científico regionalizado con capacidad científica autónoma, esto es, con
alto nivel y con una dimensión suficiente para abarcar la problemática regional.
Estos sistemas regionales, postulaba, debían estar coordinados a nivel nacional.
La regionalización del sistema de creación le parecía de fundamental
importancia, dada la deformación socioeconómica y cultural producida por el
triunfo del puerto sobre el país interior. La diferencia de servicios en las distintas
regiones, las características propias de sus economías, los diferentes orígenes
culturales y la concentración de población exigirían que la modalidad de inserción
del sistema de creación en la sociedad no sea necesariamente la misma para
todas las regiones y por otro lado haría que una planificación centralizada
careciera de sentido.
Proponía también que mediante convenios o programas multinacionales,
particularmente con países del área latinoamericana, se abordaran problemas
de investigación científica y tecnológica que por su naturaleza, magnitud de las
inversiones y potencial humano requerido sobrepasaran las posibilidades de
cada país. Tal sería la política a seguir para lograr autonomía en aquellos temas
que la literatura inglesa llama “big-science”.
Para proponer un modelo alternativo, estimaba que la problemática de una
sociedad puede ser clasificada en problemas invariantes y variantes. Los
invariantes son una constante de los rasgos de una sociedad,
independientemente del progreso científico, tecnológico, social, político y
económico. Por ejemplo, la salud pública es un problema invariante en tanto
siempre será necesario realizar investigación en esa área. Los problemas
variantes, en cambio, serían aquellos que pueden modificarse o aún
desaparecer como resultado de una planificación adecuada. En general, los
problemas invariantes contienen a los problemas variantes. Por seguir con el
ejemplo anterior, una epidemia como el mal de Chagas, sería un problema
variante. Los problemas invariantes de las distintas regiones son muy parecidos,
agregaba Santochi, aunque no necesariamente sean los mismos. Los problemas
variantes, en cambio, difieren de región a región.
Así, proponía realizar inicialmente un relevamiento de la problemática invariante
de la región y de las disciplinas científicas comprometidas en ella, mediante
mecanismos adecuados y con una efectiva participación en todos los niveles de
que conforman la sociedad. Realizado ello, y con el mismo mecanismo, se
debería explicitar para cada invariante la problemática variante. Se obtendría así
un juego de matrices en las que ya figurarían los programas de investigación y
las disciplinas comprometidas. El modelo propuesto, reconocía, era obviamente
ideal, pero pretendía definir y explicitar una metodología de trabajo que sirviera
como marco general de referencia.
Por último, entendía que el desarrollo nacional exigía contar con un sistema de
investigación científica y tecnológica de alto nivel y eficiencia, en las diversas
problemáticas de las regiones y del conjunto del país. Articular el sistema y
realizar su inserción era justamente el desafío frente al que se estaba. En este
contexto, proponía enfáticamente que las universidades nacionales debían ser
protagonistas principales en tal modelo para el sistema de creación, por ser ellas
el elemento más dinámico del sector por su composición social y por contar con
un espectro muy amplio de disciplinas científicas y de personal capacitado en
ellas. A su manera, las Universidades Nacionales debían adquirir las
características de la universidad moderna e incorporar la investigación como una
función central del quehacer universitario. Esta característica daría a la
universidad una mayor y aún más efectiva inserción en la sociedad.
De acuerdo con lo expuesto, Santochi entendía que el problema de la
transferencia es en realidad el de la desarticulación que se produce entre los
sistemas que conforman una sociedad como consecuencia de su situación de
dependencia global, lo que es equivalente, una inserción no autónoma en el
sistema internacional. En una sociedad con fuerte autonomía podrían plantearse
problemas de transferencia sectorial de tipo coyuntural, pero en ese caso esa
sociedad dispondría de una serie de resortes susceptibles de ser utilizados para
corregir esos defectos. En el caso argentino, se trataría de un problema
estructural y no coyuntural. Resultaba claro, entonces, que tenía profundas
raíces políticas, económicas y sociales. Atento a ello, y a modo de conclusión,
propiciaba la adecuación del sistema científico nacional a los objetivos de
desarrollo, entendiendo que al hacerlo así, que al actuar el sistema científico
objetivamente insertado en la sociedad, comprometido con ella en sus objetivos
se irían generando mecanismos de transferencia adecuados y por sobre todo,
se irían generando relaciones más fuertes entre los sistemas sociales. Tanto más
efectivo será el sistema cuanto mejor imbricado esté el sistema científico en la
problemática social, era la conclusión de Santochi y en ella basaba su convicción
de que el modelo propuesto ofrecía las posibilidades de una real interacción
entre el sistema científico y el resto de la sociedad.
Coda
Cincuenta y dos años después me he reencontrado con este debate, uno de los
primeros en los que participé a lo largo de estas décadas y mi primer impulso fue
recordar el poema de León Felipe “vengo de muy lejos y me sé todos los
cuentos”. No puedo evitar cierta sensación amarga o escéptica al comprobar que
durante todos estos años muchos han pensado en el problema del desarrollo y
el valor del conocimiento científico y tecnológico como instrumento para alcanzarlo sin haber logrado el éxito deseado. Los debates fueron reemplazando fracasos
por verdades dogmáticas. Ha habido algunos aciertos en el camino, pero al final
nos estamos encontrando con una sociedad muy herida, con grandes
deficiencias de equidad y escaso desarrollo. En el mundo, la ciencia y la
tecnología han cambiado radicalmente. Cuando transcurrían aquellos debates
no imaginábamos, dejando de lado Internet y otras minucias, el avenir de la
inteligencia artificial o las fronteras infinitas (diría Vannevar Bush) de la
biotecnología, por ejemplo. Esto bastaría para dejar este texto en la papelera o
destinarlo a memoriosos historiadores. No lo siento así, quizás por ser un tierno
recuerdo de mi juventud, por las horas que he dedicado a su reconstrucción o,
más probablemente, porque creo que, pese a todo, algunos de los ejes
identificados en el debate que he reseñado tienen alguna vigencia como
problemas casi invariantes que seguimos “descubriendo” como si nadie hubiera
hablado de ellos antes. Es esta persistencia en el foco de atención lo que les
confiere ejemplaridad y nos ayudan a pensar los problemas del presente:
¿abrirnos al mundo o cerrar las fronteras? Hoy este antiguo dilema ha vuelto a
resurgir en términos bastante similares a los de entonces. ¿Cómo impulsar un
modelo tecnológico que sostenga el desarrollo productivo del país interior,
respetando sus características idiosincráticas? ¿Cómo configurar un sistema
científico que permita dar respuesta a demandas puntuales de la sociedad y el
sistema económico? ¿Qué perfil deben tener las universidades en esta época de
transiciones? ¿Es útil el análisis de las diferentes ingenierías en las etapas de
los procesos productivos para refinar el análisis de los límites del desarrollo
endógeno y las fuentes internacionales de conocimiento tecnológico? ¿Es
posible pensar en un proceso de desarrollo que no incluya las pautas culturales,
la diversidad de patrones de consumo y la marginalidad como condiciones
estructurales o estructurantes? Los cuatro testimonios que recorté en este texto
hacían un esfuerzo por no segmentar y pensar, en cambio, en el desarrollo y la
política científico tecnológica como problemas multidimensionales que no deben
ser abordados en forma aislada. No estoy seguro de que hayamos aprendido
esa lección. Floreal Forni y su mirada sobre el empleo, Ricardo Kesselman,
tratando de explorar las entrañas de los niveles ingenieriles en las empresas,
Carlos Martínez Vidal blandiendo el triángulo de Sabato, desnudando creencias
y realidades institucionales y Orestes Santochi, el científico enamorado del país
interior nos dicen cosas que creo que todavía vale la pena oír porque nos ayudan
a pensar y a buscar salidas.
Notas
(1) A principios de 1969 durante el gobierno de Onganía se creó el Consejo Nacional de Ciencia y Técnica (CONACYT) complementando el esquema que incluía el Consejo Nacional de Desarrollo (CONADE) y el Consejo Nacional de Seguridad (CONASE). EL CONACYT tenía una Secretaría (SECONACYT) dotada de recursos humanos con buena formación. Bajo la dirección del Ing. Alberto Aráoz se realizó primer Inventario del Potencial Científico, aplicando la metodología de la UNESCO para las estadísticas de ciencia y tecnología.
(2) El Ing. Alberto Aráoz, del Instituto Torcuato Di Tella, dirigió la aplicación del primer inventario del potencial científico y tecnológico argentino, siguiendo la metodología propia de la UNESCO, en el marco de los estudios de base organizados por la Secretaría del entonces CONACYT. Con Carlos Martínez Vidal trabajó temas de ciencia, tecnología e Industria para el Programa Regional de Desarrollo Científico y Tecnológico de la OEA. Fruto de ese trabajo daría lugar algunos años más tarde a la publicación “Ciencia e industria. Un caso argentino”, publicado por el Departamento de Asuntos Científicos de la Secretaria General de la Organización de los Estados Americanos, Washington, D.C. 1974.
(3) La secuencia apuntada se corresponde con el modelo propuesto en 1945 por Vannevar Bush y que más tarde sería conocido como “modelo lineal”.
(4) “Esta época” era 1971 y, aunque ya se había alcanzado cierta madurez en tecnología nuclear y -más incipientemente- espacial, todavía no se atisbaba la cuarta revolución tecnológica que derivaría de Internet y comprendería temas como la inteligencia artificial y la gestión de grandes volúmenes de información (big data), entre otros.
(5) En cuanto al hecho musical, se producía en teatros y auditorios de las facultades, pero también en viejas peñas y en casas particulares. Un punto habitual era la casa del ingeniero químico Orestes Santochi… (Orquera, 2015).
(6) La teoría de Perroux se basaba en la teoría schumpeteriana del desarrollo y la teoría de los vínculos interindustriales y la interdependencia industrial. Según él, "el crecimiento no aparece en todas partes sino en puntos o polos de desarrollo, con intensidades variables, se extiende a lo largo de diversos canales y con efectos terminales variables para toda la economía".
Referencias
Aráoz, Alberto y Martínez Vidal, Carlos (1974); Ciencia e industria: un caso argentino. Estudios
sobre el desarrollo científico y tecnológico. OEA, Washington, D.C.
Aráoz Alberto, Sabato, Jorge y Wortman, Oscar (1975); Compras de tecnología del sector
público: el problema del riesgo. Comercio Exterior, México.
Braun, Oscar y Kesselman, Ricardo (1971); Estancamiento estructural y crisis de coyuntura.
Serie Estudios, del Centro de Estudios de Economía Política (CICSO), Buenos Aires.
Cardón, Raúl Luis (1962); El Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas y la
Organización para la Investigación en la Argentina. Ciencia Interamericana; OEA, Washington
DC.
CNEGH (1972); Estrategia para la programación de una política de transferencia de tecnología. Boletín mimeografiado. San Miguel, Buenos Aires.
Forni, Floreal y Bisio, Raúl (1972); La relación ciencia-tecnología-producción. Algunos modelos
de política tecnológica. Mimeo del centro Estudio de la Ciencia Latinoamericana (ECLA) de la
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Katz, Jorge (1969); “Una interpretación de Largo Plazo del Crecimiento Industrial Argentino”,
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Kesselman, Ricardo (1973); Las estrategias de desarrollo como ideologías. Siglo XXI. Buenos
Aires.
Kim, Linsu (2005); Da imitação à inovação: a dinâmica do aprendizado tecnológico da Coréia.
Campinas, SP, Editora da UNICAMP, Brasil.
Orquera, Fabiola (2015); Los sonidos y el silencio. Folklore en Tucumán y última dictadura.
Revista Telar, Nos 13 y 14. Tucumán.
Perroux, François (1963); Consideraciones en torno a la noción de polo de crecimiento.
Cuadernos de la Sociedad Venezolana de Planificación, Vol. II, No
3-4; Caracas.
Sabato, Jorge, y Botana, Natalio (1968): “La ciencia y la tecnología en el desarrollo futuro de
América Latina”; Revista de la Integración, n.3, Buenos Aires.
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