Medir
innovación parecería ser algo casi rutinario que se mueve en el territorio
seguro de los manuales basados en el consenso y hasta de los formularios de
encuesta adoptados internacionalmente. Cuál sea el valor explicativo de esas
metodologías y de los indicadores a que dan lugar es otra cuestión, especialmente
en lo referido a su validez universal. Es propósito de este artículo, por un
lado, explorar las fronteras conceptuales del término innovación, examinar la
evolución de las políticas de innovación adoptadas en el mundo y revisar la
experiencia en materia de indicadores que permitan evaluar su eficacia. Por
otro lado, se pretende reflexionar sobre la aplicabilidad del término
innovación –con su carga semántica predominante- al análisis de los procesos de
desarrollo económico y social en los países de América Latina y señalar algunos
recaudos que deberían ser tomados a la hora de construir indicadores de
innovación útiles para la región.
Los matices del término
El significado de la innovación parece evidente y unívoco, pero ¿es realmente así? En un sentido amplio, la innovación está en todas partes, afirma Godin (2008). Está en el mundo de los bienes (tecnología) pero también en el mundo de las palabras: la innovación es discutida en la literatura científica y técnica, pero también en ciencias sociales como la historia, la sociología, la administración y la economía. La innovación es también una idea central en el imaginario popular, en los medios y en la política pública. En suma, la innovación se ha convertido en un emblema de la sociedad moderna y en la panacea para resolver muchos problemas (Godin, 2008).
¿Es bajo este vasto significado que la innovación se ha convertido en objeto de las políticas públicas? No parece ser tal el caso en la mayoría de los países. El sentido amplio del término innovación tiene la ventaja de su mayor cobertura y por lo tanto da la sensación de una inmediata comprensión de su significado, aunque se trata, en realidad, de uno de esos términos polisémicos que permiten que todos piensen que están hablando de lo mismo, aunque en realidad se estén refiriendo a cosas diferentes. Por ello, un significado tan amplio no es apropiado para fijar políticas necesariamente focalizadas. Es así que, en el campo de las políticas públicas el término ha adquirido un sentido mucho más circunscripto.
La innovación, en términos más específicos, entraña el propósito de mejorar la posición competitiva de las empresas mediante la incorporación de nuevas tecnologías y conocimientos de distinto tipo. El proceso de innovación consiste así en una serie de actividades no solamente científicas y tecnológicas, sino también organizacionales, financieras y comerciales; acciones que, en potencia, transforman las fases productiva y comercial de las empresas. Adicionalmente, para quienes analizan la innovación como fenómeno portador de transformaciones en gran escala, ella es la base de lo que hoy se denomina como sociedad del conocimiento y es también uno de los motores de la globalización.
En sus diferentes matices significativos, la innovación comporta la capacidad de asumir los cambios y desarrollar capacidades creativas. Es por ello que numerosos autores concuerdan en destacar la importancia de las instituciones de educación como instrumento para hacer posible que los individuos de una sociedad –y ella misma en su conjunto- sean capaces de desplegar y aprovechar su talento. Sin embargo, la carga de significados torna compleja la reflexión acerca de sus consecuencias para las instituciones educativas en general, y para la universidad en particular. Un núcleo de debate acerca del nuevo modelo universitario que sería preciso implantar para dar respuesta al desafío de la innovación viene transcurriendo entre los juicios apodícticos de una suerte de “pensamiento único” portador de nuevos modelos asumidos como verdades transformadoras y una amalgama de opiniones refractarias a cambios cuyo último sentido no se comprende suficientemente.
Las primeras medidas de estímulo a la innovación reseñadas por la OCDE estaban centradas en el comportamiento de los empresarios. Con el correr del tiempo, a la par de la fascinación por las nuevas tecnologías emergentes, el foco de las políticas de innovación se fue desplazando hacia aquellos actores vinculados con la producción de conocimiento avanzado, en términos científicos. El término fue adquiriendo así un sentido relacionado con el desarrollo tecnológico, las tecnologías emergentes, la búsqueda de mejores condiciones competitivas por parte de las empresas y, en general, con el proceso de íntima aproximación de la investigación básica y la tecnología. Apareció, de tal manera, asociado con las apelaciones a una revolución científica y tecnológica que ya deslumbraba hace algunas décadas en el campo de las telecomunicaciones y anunciaba también su potencialidad en otros campos, como los nuevos materiales y la biotecnología. Al mismo tiempo, se acercó –en mi opinión, excesivamente- hacia la investigación y desarrollo (I+D). La expresión I+D+i, a la que algunos consideran como una síntesis genial de tal proceso, quita realmente identidad tanto a una “I” como a la otra y resta eficacia, en consecuencia, a las políticas destinadas a su estímulo. En resumen, siguiendo a Godin (2008), hay tres cuestiones que deberían ser analizadas:
- ¿Por qué la innovación ha adquirido un lugar tan central en nuestra sociedad o, dicho de otra forma, de dónde viene, precisamente, la idea de la innovación?
- ¿Por qué la innovación es espontáneamente entendida como innovación tecnológica?
- ¿Por qué la idea de la innovación a menudo se restringe al caso de aquellas innovaciones que alcanzan éxito comercial.
La opinión de Schumpeter
Para dar respuesta a algunos de los
interrogantes mencionados parece necesario recuperar el significado original
del término innovación, tal como Joseph Schumpeter lo enunciara a comienzos del
siglo veinte (Schumpeter, 1912), dado que desde finales de los setenta se le comenzó
a prestar atención como parte de la búsqueda de nuevos marcos conceptuales que
permitieran orientar la reestructuración económica y el fortalecimiento de la
competitividad. A partir de Schumpeter la innovación adquirió el sentido muy
preciso de dinamizar la dimensión competitiva de la economía capitalista.
Para Schumpeter la innovación, como el propio capitalismo, es destrucción creativa: perturbación de las estructuras existentes e incesante novedad y cambio. Las innovaciones serían las responsables de tal fenómeno. El pensamiento de Schumpeter contradice a quienes identifican el proceso de innovación exclusivamente con el desarrollo de nuevos conocimientos, tal como suelen hacerlo quienes reflexionan sobre la tecnología desde el sistema científico. Contradice también a quienes atribuyen la falta de desarrollo tecnológico exclusivamente a la ignorancia o irracionalidad de los empresarios, al afirmar que éstos se comportan racionalmente dentro de un sistema cuya lógica es preciso desentrañar.
Schumpeter partió de considerar al conjunto de la vida económica como un sistema cuyo equilibrio se rompe por la acción de ciertos agentes innovadores que introducen cambios en los procesos productivos. Los innovadores, afirmaba, no son inventores, sino hombres de empresa o “emprendedores”. Esta distinción es capital en la estructura de su pensamiento. La invención es el descubrimiento que pertenece al saber científico o técnico. La innovación, en cambo, es la introducción de nuevas combinaciones de los factores productivos. Se trata de una ruptura intencional del equilibrio productivo, en función de nuevas técnicas que permiten dar un salto y colocar a la empresa en mejor situación de competencia.
Producir significaba, para Schumpeter, combinar materiales y fuerzas que se hallan a nuestro alcance. Los cambios en los procesos productivos consisten en formas diferentes de combinar dichos materiales y fuerzas. Mientras el cambio se ajuste a pequeños pasos de naturaleza casi biológica, o responda a una modificación de los datos, el proceso es de tipo adaptativo. En cambio, la innovación se produciría cuando las nuevas combinaciones aparecen en forma discontinua. Esto puede ocurrir en los casos de introducción de un nuevo bien o de un nuevo método de producción, la apertura de un nuevo mercado, la conquista de una nueva fuente de aprovisionamiento o la creación de una nueva organización. Este proceso ocurre en el marco de la economía de competencia y las nuevas combinaciones suponen la eliminación de las antiguas.
Schumpeter llamó “empresa” a la realización de las nuevas combinaciones y “empresarios” a los individuos encargados de dirigir dicha combinación. La figura del empresario es la pieza clave en esta teoría dinámica del desenvolvimiento económico. Por lo tanto, su definición merece ser examinada a fondo. El empresario o “emprendedor” no es necesariamente un hombre de negocios independiente, ya que quienes realizan las nuevas combinaciones pueden ser empleados de una compañía o, por el contrario, carecer de relaciones permanentes con una empresa y actuar como “promotores” de negocios e innovaciones.
La recíproca tampoco es cierta. No todos los hombres de negocio o industriales son “empresarios”, en el sentido schumpeteriano, ya que para serlo es preciso que sean innovadores. Consecuentemente, Schumpeter rechazó la identificación que hace Marshall del empresario con las funciones de gerencia, ya que este punto de vista no rescata el elemento diferenciador: solamente se es empresario cuando se llevan a la práctica nuevas combinaciones. Para Schumpeter, la realización de nuevas combinaciones es una función especial y constituye el privilegio de un tipo de hombres mucho menos numerosos que aquellos que disponen objetivamente de la posibilidad de hacerlo.
Schumpeter distinguía entre invención e innovación. La invención es un acto de creatividad intelectual, sin importancia para el análisis económico. La innovación es una decisión económica: una empresa aplicando una invención. Las invenciones carecen de importancia económica, en tanto no sean puestas en práctica. Y la aplicación de cualquier mejora es una tarea completamente diferente de su invención y requiere aptitudes distintas. Si bien los empresarios pueden ser inventores, lo serían por coincidencia y no por naturaleza. Rosemberg (1976) demostró que no todo invento se traduce en un cambio tecnológico y no todo cambio tecnológico innovador se origina en inventos.
La innovación como sistema social
La necesidad de una mejor comprensión de los procesos vinculados con la competitividad y el cambio tecnológico condujo a una revalorización de las ideas de Schumpeter. El concepto de innovación fue recuperado como herramienta útil para analizar los procesos que determinan la adopción de nuevas combinaciones en la manera de producir de las empresas. El concepto fue enriquecido con nuevas aproximaciones bajo una mirada sistémica. La innovación, tal como había sido descrita por Schumpeter, transcurría en un escenario caracterizado por la toma de decisiones individuales. La experiencia posterior la mostró más bien como un hecho colectivo cuya ocurrencia depende de un número mayor de circunstancias que aquellas que se reducen al comportamiento individual de las empresas. Así, en la década de los ochenta algunos autores formularon nuevos conceptos que enfatizaban la dimensión social del fenómeno.
El desarrollo de esta nueva perspectiva indujo a ciertos teóricos a plantear que, como acontecimiento social, la innovación debe ser analizada en el marco de la teoría de sistemas. Durante los años noventa, una amplia producción bibliográfica desarrolló el concepto de los “sistemas de innovación”. En ciertos casos, el ámbito de estos sistemas es considerado como correlativo al de la nación, no solamente en sentido territorial, sino también como espacio normativo, político y económico; en tales casos se habla de la existencia de un “Sistema Nacional de Innovación” (SNI) (Lundvall, 1992 y Nelson, 1993). En otros casos, el sistema de innovación puede desplegarse en el ámbito de distintos espacios sociales, independientemente de las fronteras nacionales. En tal caso, la bibliografía refiere al concepto de “sistema social de innovación” (Amable, Barré y Boyer, 2000).
Los sistemas de innovación pueden ser considerados como conjuntos de diferentes instituciones y actores sociales que, tanto por su acción individual como por sus interrelaciones, contribuyen a la creación, desarrollo y difusión de las nuevas prácticas productivas. Este concepto concibe a las innovaciones como un proceso social e interactivo en el marco de un entorno social específico y sistémico. El SNI es definido por Lundvall (1992) como un sistema social dinámico, caracterizado por una realimentación positiva y por la tendencia a su propia reproducción. Sus elementos pueden articularse positivamente en círculos virtuosos, reforzándose unos con otros en la promoción de los procesos de aprendizaje e innovación, si bien la realidad pone de manifiesto que determinadas articulaciones configuran círculos viciosos que tienen la capacidad de bloquear el proceso innovador. De esta manera, el foco de atención está dirigido hacia la capacidad innovadora que resultaría de la interacción virtuosa de los actores que conforman el sistema.
La adopción del concepto de SNI tiene ventajas en el plano normativo y de adopción de políticas, ya que ofrece una guía práctica para identificar las instituciones, los procedimientos y el funcionamiento de aquellos aspectos que pueden ser considerados como propios del proceso innovador de un país determinado. Desde el punto de vista de su potencialidad explicativo, pretende expresar las capacidades de dicho país para afrontar los desafíos del cambio tecnológico y del proceso innovador, entre las cuales la capacidad educativa resulta ser de capital importancia.
La capacidad de un SNI está enraizada en los procesos de educación y capacitación. Además, desempeñan un papel relevante la capacidad de I+D, el aprendizaje profesional y laboral, la aptitud para identificar y adquirir conocimientos, la capacidad de adaptación de tecnología, y en otro plano, el papel del Estado en la coordinación y dirección de las políticas industriales y económicas a largo plazo. En este sentido, el concepto no es tan diferente al del “triángulo de interacciones” (Sabato y Botana, 1970).
El Estado y un conjunto de instituciones tales como las universidades, el resto de la estructura de educación superior, las instituciones públicas de ciencia y tecnología, las asociaciones profesionales, consultoras privadas, asociaciones de investigaciones industriales e institutos de servicios tecnológicos constituyen la malla que sustenta, hace factible y da relevancia al proceso de innovación. Sin embargo, no modifica el hecho de que el fenómeno básico es la innovación y que, por lo tanto, los principales actores son las empresas (en sentido estricto, ellas son los “sujetos” del proceso de innovación).
Innovaciones que hacen época
En ciertos casos, la innovación surge por la incorporación de conocimientos científicos producidos como resultado de actividades de investigación y desarrollo (I+D) cuya aplicación exitosa significa una ruptura positiva del nivel tecnológico anterior al momento de la innovación. Este proceso, al que aludía Schumpeter cuando describía la sinergia entre el inventor y el innovador, ha sido conocido con posterioridad bajo el nombre de “innovación radical”. El carácter radical está dado por la amplitud de la innovación y por la obsolescencia adquirida en las prácticas precedentes: ello implica un momento “destructor” de la práctica productiva anterior; una “destrucción creadora” en términos de Schumpeter (1934). La innovación, en otros casos, es de naturaleza “incremental” y puede ser entendida como un nuevo uso de las posibilidades y de los elementos preexistentes (Lundvall, 1992). Esta modalidad adquiere especial relevancia en ciertos sectores industriales más tradicionales y tiene gran importancia en el caso de los países menos desarrollados.
Ambos tipos de innovación coexisten, se complementan y con frecuencia representan fases sucesivas de la difusión del conocimiento tecnológico. En este sentido, las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) son un ejemplo de innovación radical seguida de una posterior difusión incremental. La influencia de las TIC opera sobre todas las actividades económicas. Sus ventajas directas de tipo económico reposan sobre el mejoramiento de la calidad, de la velocidad, de la generación, del almacenamiento y de la difusión de la información. Estas tecnologías son “radicales” por cuanto tienen la potencialidad de transformar profundamente el modo de producción. Al mismo tiempo, modifican la estructura organizacional de las empresas y repercuten sobre el empleo, la productividad y las capacidades básicas.
Muchos autores se han referido al cambio tecnológico acelerado que surgió como consecuencia del proceso de innovación llevado a escala global sobre la base, inicialmente, de las TIC y han procurado nombres que den cuenta de la novedad y profundidad de los procesos. Bell (1994) hablaba de la “sociedad postindustrial”. Otros prefirieron términos como “sociedad tecnotrónica”, “tercera ola” o “sociedad digital”. Manuel Castells y Peter Hall (1994) preferían la expresión de “sociedad informacional” para destacar que los atributos sociales de generación y procesamiento de la información van más allá del impacto de las tecnologías, propiamente dichas, y de la información en sí misma, del mismo modo que la sociedad industrial no podía ser identificada exclusivamente con difusión del modo de producción industrial, ya que este proceso afecta todas las esferas de la vida.
Esta mirada de la innovación como un fenómeno de incorporación de conocimientos radicalmente nuevos contrasta con la amplitud de posibilidades que Schumpeter atribuía a la innovación, pero ha llamado permanentemente la atención a numerosos autores. Así, los economistas marxistas Baran y Sweezy (1972) reconocían como evidente que en la historia industrial se producen grandes momentos de transformación y señalaban que un proceso tal como la destrucción creativa ocurre en gran escala sólo en determinados momentos en los que aparecen en escena ciertas innovaciones que modifican el “paradigma” o el horizonte tecnológico imperante. Baran y Sweezy llamaron “innovaciones que hacen época” a aquellas que sacuden todo el patrón de la economía y señalaba que ellas deben ajustarse a estas condiciones:
a) estar concentradas en el tiempo,
b) alterar radicalmente la geografía económica,
c) requerir y hacer posible la producción de bienes y servicios nuevos y
d) agrandar el mercado para una amplia gama de productos industriales.
Así el “salto” que, en la visión de Schumpeter, se produciría a nivel de cada empresa, afectaría en realidad a toda la estructura económica. Tres grandes innovaciones cumplieron, según Baran y Sweezy, estos requisitos: la máquina de vapor, el automóvil y el ferrocarril. Siguiendo esta línea de razonamiento, a ellas habría que agregar en tiempos más recientes las TIC, la biotecnología y la nanotecnología. Este punto de vista concede la hegemonía a la efectiva incorporación de los conocimientos al sistema productivo.
Que una sociedad posea un elevado nivel científico no garantiza que pueda disponer de una industria tecnológicamente competitiva. Esta constatación no solamente sirve para colocar en su sitio al sistema científico de corte académico, sino que se aplica también a las inversiones que cada país realice en I+D. No basta con la capacidad de crear conocimiento, sino que es preciso incorporarlo en la producción y en la apertura de nuevos mercados. Constantino Vaitsos (1974) afirmaba, en consonancia con Jorge Sabato, que los beneficios que una empresa obtiene de innovaciones tecnológicas tiene mucho más que ver con su capacidad para manipular mercados, que con su capacidad tecnológica pura.
Medir innovación
Dar respuesta a las preguntas antes planteadas dista de ser una cuestión puramente teórica, sino que configura una encrucijada de naturaleza práctica y política: ¿Qué es lo que se quiere impulsar y con qué tipo de estímulos? Los interrogantes apuntan al corazón de las políticas de innovación y son determinantes a la hora de diseñar instrumentos que permitan medir su eficacia; se pone en cuestión cuáles son los indicadores necesarios para dar cuenta de los resultados que se alcancen y poder tener una idea acabada de cuáles son las modificaciones en el comportamiento de los actores que pueden ser atribuidas a las políticas puestas en práctica. En definitiva: ¿Qué es lo que se quiere medir, por qué y con qué indicadores? No hay respuestas obvias dado el carácter polisémico del término “innovación” y su fuerte dependencia de contextos sociales, políticos y económicos concretos. ¿Cómo se define operativamente la innovación que es preciso medir?
Para la OCDE la percepción de la innovación estuvo inicialmente asociada a la I+D. El primer Manual de Frascati (1963) contenía definiciones de innovación, a la que consideraba como parte de las actividades científicas y tecnológicas (ACT). Durante los setenta, la innovación se medía fundamentalmente a través de proxies tales como patentes y gastos en I+D realizados por empresas. Pronto se comprendería que por ese camino no se medía innovación sino oferta de conocimientos o invención: no se había abandonado el territorio de la I+D.
Las primeras definiciones metodológicas destinadas a medir innovación estaban orientadas más hacia la medición de resultados o “outputs”, que de actividades o procesos. Con el tiempo, sin embargo, el foco se fue centrando más sobre las actividades. El énfasis inicial sobre los productos era herencia de las discusiones relativas a cambio tecnológico, en las que la atención estaba centrada sobre las grandes innovaciones tecnológicas, con el propósito de determinar su origen y comparar la creatividad de los distintos países, así como su aporte al avance tecnológico general.
En 1976 Keith Pavitt propuso aprender a medir apropiadamente las actividades innovadoras de las empresas. Sugirió, por ejemplo, preguntar a las empresas acerca del porcentaje de sus actividades dedicadas a innovación y los recursos destinados a la innovación industrial, así como solicitarles listados de los principales productos y procesos que las empresas hubieran introducido (Godin, 2008).
Durante los años ochenta y noventa la OCDE comenzó a discutir sistemáticamente acerca de metodologías y marcos analíticos para medir innovación. Varios países hicieron encuestas experimentales cuyo resultado fue analizado y discutido. Finalmente, la NESTI de la OCDE adoptó como modelo básico la metodología desarrollada por los países nórdicos.[1] Como resultado de ello se alcanzaron acuerdos que se plasmaron en el Manual de Oslo (1992), que procuraba medir los productos, procesos y servicios que surgen como resultado de actividades innovadoras en el sector manufacturero.
A pesar de
haber involucrado a la OCDE en su conjunto, la medición sistemática de la
innovación y la creación de un manual destinado a normalizarla ha sido más bien
una necesidad de los países de Europa. Recuerda Godin (2008) que la legitimidad
de las encuestas de innovación está afectada por el hecho de que hay dos países
que no participan de ese tipo de ejercicios: nada menos que Estados Unidos y
Japón. Esto se agrava por el hecho de que apenas el cincuenta por ciento de las
empresas contestan las encuestas en los países que las llevan a cabo. Nota actual: con posterioridad a la redacción de este texto y de la cita de Godin (2008), Japón comenzó en 2009 a realizar regularmente una encuesta basada en el Manual de Oslo. En Estados Unidos, desde 1917, la National Science Foundation incluye preguntas sobre innovación que son compatibles con la CIS de la UE, que a su vez se ajusta al Manual de Oslo, dentro de la encuesta anual a empresas. Ambos casos pueden consultarse en: https://www.nistep.go.jp/
https://www.nsf.gov/
Las políticas de innovación en América Latina
Si las ambigüedades o interrogantes mencionados matizan el énfasis en la innovación que predomina en las economías avanzadas –particularmente en Europa- en América Latina la temática de la innovación irrumpió en la mitad de la década de los noventa en un proceso de traslación mimética de modelos escasamente sustentados en diagnósticos detallados de los contextos locales.[2] No era la primera vez que así ocurría. En América Latina el impulso a la política científica se produjo, como señalaba Enrique Oteiza (1992), en un proceso caracterizado por la transferencia de modelos institucionales. El proceso descrito por Oteiza mostraba cómo casi todos los países acomodaron a un tiempo sus estructuras para dar impulso a la política científica, siguiendo las tendencias dominantes que eran difundidas en la región por algunos organismos internacionales.
Lo curioso es que las políticas de innovación fueron adoptadas en muchos países de América Latina en el contexto de una carencia de empresarios innovadores, hecho ya advertido por Máximo Halty (1986) y que desesperaba a Jorge Sabato: de allí la confianza que éste ponía en las grandes empresas públicas, como las únicas capaces de movilizar la dinámica virtuosa de su triángulo de interacciones. La escasez de empresarios innovadores no fue el único problema derivado de la traslación acrítica del concepto de innovación.
En su versión latinoamericana, dicho concepto ha estado frecuentemente sesgado hacia la novedad tecnológica y hacia la actividad de los centros locales de I+D; tanto las universidades, como los centros públicos de investigación y extensión. El auge posterior del modelo normativo de los “sistemas nacionales de innovación” contribuyó a consolidar el sesgo académico de las políticas de innovación latinoamericanas. Las grandes expectativas que suscitan las TIC, la biotecnología y la nanotecnología trasladó el foco de la innovación hacia estos campos tecnológicos avanzados en los que tanto las capacidades científicas como el tejido productivo de los países latinoamericanos son incipientes. En tal sentido, es casi un lugar común afirmar que existen pocos casos de innovaciones radicales en América Latina, siendo así que la mayoría de sus empresas innovadoras lo hacen en segmentos menos vinculados con la I+D.
Ahora bien, si los tiempos aconsejaban prestar atención a las empresas y promover su espíritu innovador, ¿por qué se asoció la innovación a las políticas de ciencia y tecnología y no más bien a las políticas industriales? De algún modo se ignoró que, como sugiere Godin (2008), después de un interesante rastreo semántico, existe una triada de conceptos asociados: imitación, invención e innovación. No solamente la invención da lugar a la innovación; la imitación también conduce hacia el hecho innovador, como lo muestra la experiencia coreana y, anteriormente, la de Japón (Linsu Kim, 2005). En América Latina, en cambio, las políticas de innovación están con frecuencia asociadas a las políticas de investigación.
Por otra parte, en su sentido más específico, el concepto de innovación está dotado de una carga teórica que explica fenómenos de crecimiento económico sobre la base de la competencia y la incorporación de nuevas tecnologías al proceso productivo. Pero la competitividad es diferente en cada economía; mucho más aún, en el contexto de una globalización competitiva en la que algunos ocupan posiciones dominantes y otros se esfuerzan por no quedar excluidos. ¿Sirve la traslación directa de las categorías usadas en el mundo desarrollado para ser aplicadas a los países de América Latina?
Una cuestión adicional remite al hecho de que pensar la ciencia y la tecnología desde los países latinoamericanos es hacerlo desde sociedades estructuradas sobre la base de una enorme inequidad social. Desde esta perspectiva, la opción por la aplicación de políticas basadas en la repetición mimética de enfoques que son empleados en países con mayor grado de desarrollo puede ser un camino sin salida. La innovación no es por sí misma socialmente buena: hay innovaciones que acarrean costos sociales no aceptables. Schumpeter era consciente de estas consecuencias cuando la denominó con el eufemismo de “destrucción creadora”. Pero si en economías avanzadas el costo social de determinadas tecnologías puede ser afrontado con la esperanza de que se produzca un efecto de reposición o sustitución de los puestos de trabajo perdidos (o la disponibilidad de un buen seguro de desempleo), vale la pena pensar si en economías más débiles con altos niveles de pobreza y desempleo se puede confiar en la ocurrencia de tales efectos compensatorios. Muchos postulan la necesidad de aplicar un modelo de desarrollo que abra las puertas a tecnologías alternativas o tecnologías sociales.
Aspectos negativos del proceso innovador
La innovación tiene, pese a sus atributos que la convierten en el centro de las políticas actuales de crecimiento económico, connotaciones no siempre tan positivas que, en el caso de los países en desarrollo merecen más atención que la que normalmente se les concede. El propio Schumpeter la denominaba “destrucción creadora”. Tal proceso de destrucción, bueno es recordarlo, no es un simple enunciado teórico, no transcurre en un plano abstracto, sino que se produce en un contexto social traumático, involucrando una auténtica destrucción de puestos de trabajo y de capital instalado. Como resultado de ello, muchos trabajadores quedan marginados del mercado de trabajo y muchas regiones padecen los efectos de la desindustrialización. Los panegiristas del modelo económico competitivo e innovador señalan que lo que se produce, en realidad, es un efecto de reemplazo de un tipo de trabajo por otro y que, por lo tanto, los efectos negativos se neutralizan precisamente mediante la educación. Bell (1994) auguraba un desplazamiento de mano de obra hacia los servicios, prevaleciendo los trabajadores de “cuello blanco” dotados de mayor capacidad en materia de conocimientos. Nada indica que tal balance se haya producido en realidad de tal manera, ni que los nuevos puestos de trabajo creados en el sector de servicios sean calificados. Tampoco está claro que los mismos sujetos que pierden sus antiguos empleos puedan adquirir idoneidad en el uso de nuevas tecnologías para reciclarse. Hay, por lo tanto, sectores sociales excluidos que asumen un alto costo derivado de la innovación.
La paradoja consistiría en el hecho de que las innovaciones tecnológicas ofrecen posibilidades extraordinarias para los países en desarrollo, como el acceso a bases de datos, universidades virtuales, redes virtuales de intercambio; y de un modo semejante la biotecnología les ofrece oportunidades, como las de realizar manipulaciones genéticas capaces de mejorar la producción de víveres y combatir muchas calamidades. Sin embargo, estos países no están aprovechando plenamente las ventajas en este campo, y el abismo entre los países desarrollados y no desarrollados tiende a aumentar y no a disminuir. ¿Cómo sería posible evitar la exclusión social? ¿Cómo sería posible atenuar la brecha de riqueza entre países y grupos sociales?
La medición de la innovación en América Latina
Las consideraciones formuladas ponen en evidencia los contornos difusos y las implicaciones sociales contradictorias de la innovación, lo que torna muy difícil el intento de dar cuenta valorativamente de estos procesos mediante indicadores adecuados. Son destacables los esfuerzos que los países de América Latina han realizado en tal sentido, no sólo mediante la realización de encuestas y ejercicios de medición concretos, sino también mediante el desarrollo de metodologías.
La adopción de las encuestas de innovación en América Latina, que constituyó uno de los ejes de acción de la Red Iberoamericana de Indicadores de Ciencia y Tecnología (RICYT) estuvo caracterizada por una tensión entre lo imitativo y la reflexión sobre las propias necesidades. Lo imitativo resulta difícil de eludir en materia de mediciones, ya que el término converge en gran medida con la noción de comparabilidad internacional. Toda la experiencia de la RICYT está montada sobre la tensión entre la comparabilidad y la originalidad: por un lado, sobre la necesidad de adecuar las herramientas informativas a las metodologías adoptadas a nivel internacional, como garantía de comparabilidad; por otro lado, sobre la necesidad de desarrollar enfoques alternativos que permitan identificar los rasgos propios de los países de la región. En el caso de los indicadores de I+D la RICYT se convirtió en la principal difusora del Manual Frascati en la región, pero ha matizado su aplicación recomendando a los países que utilicen también la vieja categoría UNESCO de ACT, como una medida de mayor utilidad para los países menos desarrollados.
En el caso de la medición de la innovación, el esfuerzo de la RICYT fue más allá y con el liderazgo de COLCIENCIAS, la participación de un grupo de expertos de distintos países y recursos aportados por OEA se elaboró y adoptó en agosto de 2000 el Manual de Bogotá. Este Manual es compatible con el de Oslo aunque modifica aspectos de aplicación para ajustarlo a las características del tejido industrial latinoamericano.
El Manual defiende la necesidad de contar con normas específicas para la región, destacando las características particulares de cada sistema de innovación. Plantea la necesidad de reflexionar acerca de hasta qué punto es pertinente el empleo de procedimientos y criterios como los del Manual de Oslo, ya que su diseño responde a experiencias surgidas de realidades no necesariamente asimilables a nuestra región.
La mayor originalidad del Manual de Bogotá es la de haber ampliado el campo de la innovación a considerar. Mientras el de Oslo sostiene la mirada sobre la innovación en sentido estricto, el de Bogotá propone una mirada más amplia, que permita captar los rasgos idiosincrásicos que adoptan los procesos innovativos en la región.
El Manual de Bogotá, sin embargo, no propone
una ruptura metodológica de fondo con el Manual de Oslo. Muy por el contrario,
se esfuerza en determinar un territorio de convergencia, aceptando el núcleo
duro de las categorías de la OCDE para complementarlas con aquellas que dan
cuenta de las especificidades regionales. El resultado en ese sentido fue tan
bueno que la NESTI invitó a la RICYT –en conjunto con UNESCO- a proponer el
texto de un anexo del Manual de Oslo para países en desarrollo, basado en gran
medida sobre la experiencia del Manual de Bogotá. Idéntico camino se está
siguiendo con el Manual de Frascati.
Una agenda nueva
A diez años de haber comenzado a discutir la necesidad de contar con un manual latinoamericano parece haber llegado la hora de formular nuevas preguntas. La primera de ellas es relativa al hecho de que medimos innovación sólo en la industria manufacturera, la cual, si en México y en Brasil supera el valor de un tercio del PBI, en la mayoría de los países está en torno a una quinta parte y aún por debajo. Una medida de la innovación regional debe, por lo tanto, incluir necesariamente la innovación en la producción primaria y en los servicios. Más aún cuando en países como Argentina la tasa más alta de innovaciones radicales se produjo en el sector agropecuario. Desarrollar una metodología orientada a ello constituiría un aporte muy útil a la región.
¿Basta con eso? En países con altísimos niveles de exclusión, con indicadores de pobreza que alcanzan al cuarenta por ciento de la población, con una indigencia superior al quince por ciento, con una amplia economía informal que incluye el trueque, medir innovación en la forma en que actualmente se hace ¿da cuenta de la realidad social latinoamericana? ¿Cómo captar la cotidiana innovación de la supervivencia? ¿Es posible no medir el esfuerzo innovador que caracteriza esencialmente a las llamadas “tecnologías sociales”?
La pregunta no es retórica, ni ha estado ausente de la agenda de la RICYT. Por el contrario, desde el comienzo mismo de la red una de las actividades permanentes ha sido la de proponer formas de medir el impacto social de los avances de la ciencia y la tecnología. Es verdad que los resultados en esta línea no se compadecen con los esfuerzos realizados, pero quizás faltó convicción, experiencia o claridad de marcos conceptuales. Hoy la tarea de incorporar la sociedad a los indicadores parece más urgente que nunca.
Planteamientos de este tipo implican en cierta medida borrar las fronteras entre lo técnico y lo político. Rechazan la idea de la neutralidad de la técnica, del mismo modo que una reacción anti-positivista cuestiona también la idea de la neutralidad de la propia ciencia. Implican también que no toda innovación es buena y que, por lo tanto, una evaluación ambiental y de sus costos sociales debe formar parte de la medición, sobre todo si ésta se realiza con el propósito de brindar datos a quienes deben tomar las decisiones políticas.
No basta
con relevar datos. Los datos no hablan por sí mismos. La gente que proclama que
“los datos hablan por sí mismos” está diciendo, en realidad, “si usted emplea
mi marco teórico favorito para mirar los datos, usted sólo podrá interpretar
los datos como yo lo hago y, por lo tanto, debe llegar a la necesidad de
adoptar las políticas que yo propongo.”[3] Dicho de otro modo, es
necesario construir instrumentos para recoger y procesar datos de acuerdo con
conceptos teóricos adecuados para formular políticas de desarrollo científico y
tecnológico enraizadas en la realidad social y que impliquen el diseño de
caminos propios hacia el desarrollo.
Notas bibliográficas
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NOTAS
[1] NESTI
es la sigla de “National Experts on Science and Technology Indicators”, el
grupo de expertos en indicadores de la OCDE.
[2] A modo de ejemplo, a finales de 1996
el gobierno argentino comenzó la elaboración del Plan Nacional Plurianual 1999
– 2001. La primera línea del texto dice lo siguiente: “El desarrollo y fortalecimiento del Sistema Nacional de Ciencia,
Tecnología e Innovación (en adelante SISTEMA NACIONAL DE INNOVACIÓN o SNI)…”
Dicho de otro modo, la operación fundamental consistía en denominar de un modo
nuevo a lo mismo de siempre.
[3]
Robert D. Behn, profesor de la Escuela de Gobierno John F. Kennedy, en la
Universidad de Harvard.
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