Consciente de que no es fácil encontrar un camino intermedio, seguiré con la argumentación que venía desarrollando en las entradas anteriores, aunque la aceleración de los sucesos de estos días pueda hacer que suene extemporáneo, pero las discusiones in extremis no deben anular la posibilidad de pensar y decir lo que se piensa. El CONICET debe cambiar. La política científica debe cambiar, pero nada debe ser destruido. El país necesita fortalecer, no debilitar o aniquilar su capacidad científica y tecnológica, ya que le es necesaria para desarrollarse.
El debate no puede ser establecido entre aniquilación o statu
quo. Pero hay que reconocer, parafraseando con algún desparpajo a Francis Bacon,
que es necesario dejar de lado ciertos ídolos para poder pensar. Y en materia
de ciencia y tecnología en este país hay muchos ídolos que deben ser al menos
revisados. Estamos muy orgullosos de la historia de la ciencia y la tecnología en
Argentina, por los premios Nobel que tuvimos en ciencia, porque existieron los
Jorge Sabato y tantos otros en materia de desarrollo tecnológico, por la
capacidad alcanzada en materia nuclear y espacial, también en medicina y en
farmacia. Pero gran parte de eso pertenece al pasado y, en cambio, hoy existen
lastres pesados que es necesario remover.
En la entrada anterior, después de comprobar que no es correcto atribuir la decaída performance de las publicaciones científicas a las ciencias sociales, decía que hay que examinar la influencia de los aspectos culturales y las cuestiones institucionales y operativas. Sobre estas dimensiones propias de la política científica trato de indagar en este tercer episodio de la saga.
Revisar el diseño institucional
Creo que es necesario comenzar por abordar las cuestiones
relativas al diseño institucional, lo que además del mapa de los principales organismos del sistema científico tecnológico incluye como un aspecto central la
distribución de los investigadores. Aunque ya he incursionado bastante en la
bibliometría, voy a reincidir por un momento, ya que algunos datos permiten
arrojar alguna luz sobre el comportamiento de los investigadores en relación
con su dependencia institucional.
De acuerdo con el MINCYT, Argentina cuenta con más de noventa mil investigadores, de los cuales casi tres cuartas partes se encuentran en las universidades nacionales. El CONICET, según los datos oficiales, agrupa casi una cuarta parte de los investigadores con los que cuenta el país. Pero lo peculiar del CONICET es que la mayor parte de sus investigadores se encuentran en las universidades nacionales, ya sea como docentes investigadores o en institutos de doble dependencia. Se trata de un conjunto superpuesto con las universidades nacionales el cual, como veremos, es el más productivo desde el punto de vista de artículos recogidos en SCOPUS. El siguiente cuadro expresa lo que he dicho.
Investigadores y publicaciones por
sector de pertenencia
El cuadro permite comprender que los investigadores de las universidades nacionales, al ser el grupo más numeroso, marca la tendencia general en lo que se refiere a la productividad medida a través de los artículos científicos recogidos en la base SCOPUS. En cambio, la producción promedio de los investigadores del CONICET casi triplica la de los investigadores universitarios. Pero resulta curioso que el grupo que ocupa la intersección entre las universidades y el CONICET da un valor un poco más alto: 44 artículos por cada cien investigadores.
¿Cómo puede ser que el aporte de las universidades, que son mucho menos productivas, eleve el promedio del CONICET? La respuesta surge de un análisis realizado por el Centro REDES hace cinco años, que mostraba que el primer decil de los investigadores universitarios era de muy alto nivel y que su productividad superaba a la del CONICET. Debido a esto, la intersección entre ambos alcanzaba un valor más elevado. La otra conclusión casi paradójica es que si el primer decil es de tan alta calidad, el resto de los investigadores universitarios debe ser muy poco productivo para que el promedio general baje tanto.
Mencioné antes que solamente un tercio de ellos fueron autores en 2020, por lo que parece evidente que una parte sustantiva no publica en revistas de perfil internacional, o lo hace muy esporádicamente. Los datos permiten deducir que ese conjunto bastante numeroso corresponde mayormente a investigadores universitarios, a excepción del primer decil que, como se ha visto, tiene una productividad muy alta.
¿Cuántos investigadores tiene el país?
Muchas preguntas surgen desde este punto. La primera es relativa
al número de investigadores con los que cuenta el país. La cifra que
proporciona el MINCYT no está tergiversada sino que, por el contrario, se
ajusta a la norma del Manual Frascati de la OCDE, que permite la comparabilidad
internacional de los datos relativos a I+D. Pero como en tantas otras dimensiones,
Argentina es un país peculiar. Un problema para la correcta comprensión de los datos
es que las universidades argentinas tienen un número muy limitado de docentes
con dedicación exclusiva y a pesar de eso se sostiene el ideal de que todo
docente es investigador. Dicho de otro modo, la investigación forma parte de
las obligaciones básicas de todos los docentes, aunque en la práctica esto no
es siempre así.
Desde el regreso de la democracia este problema era conocido y se ensayaron diversas políticas para fortalecer la investigación universitaria. Sin duda, las más destacadas fueron el Sistema de Apoyo para Investigadores Universitarios (SAPIU), creado en 1988 durante la gestión de Carlos Abeledo en el CONICET, y el Programa de Incentivos a los Docentes Investigadores creado en 1993 durante la gestión de Juan Carlos del Bello como Secretario de Políticas Universitarias.
El SAPIU tendía a reemplazar gradualmente la rígida carrera del investigador por un sistema flexible centrado en la categoría de “docente universitario dedicado a docencia y a la investigación”, el cual era remunerado por un subsidio sujeto a evaluaciones periódicas. Durante la gestión de Matera en el gobierno de Carlos Menem se lo dio por terminado.
Por su parte, el Programa de Incentivos a los Docentes Investigadores estableció una escala de categorización de docentes investigadores, un sistema de evaluación normalizado y un reconocimiento económico que inicialmente fue el principal atractivo para la incorporación de los docentes al programa. Con el tiempo aparecieron diferentes problemas, algunos relativos al monto del subsidio, a la real dedicación de muchos de los docentes a la investigación, al diseño de las categorías en relación con el escalafón del CONICET, a las complejidades de la evaluación y la burocratización del programa. Muchas de estas dificultades se fueron resolviendo en el tiempo, como la exclusión de los docentes con dedicación simple y el programa tuvo un rediseño general. De todas maneras habría que verificar su eficacia y evaluar su impacto sobre el sistema. De hecho, subsiste la siguiente pregunta:
¿Son investigadores los docentes que investigan?
Reconocer la dedicación a la investigación de los docentes
que investigan es una sana política universitaria que, con matices, se aplica
en otros países. Sin embargo, el diseño adoptado en Argentina tiene algunos
problemas que producen los efectos ya mencionados pero, sobre todo, encubren la
diferencia entre aquellos investigadores universitarios del primer decil, cuya
productividad es muy alta, con la de una muchedumbre de docentes investigadores
cuyos resultados son inferiores, lo cual es lógico porque dividen su tiempo
entre las distintas funciones universitarias y, por si fuera poco, muchas veces
no tienen dedicación exclusiva. Se trata por lo tanto de un conjunto de docentes
muy meritorios que hace investigación, lo cual es muy necesario para mejorar su
capacidad docente y de extensión, pero no los convierte en investigadores, en
el mismo sentido de quienes se dedican fundamentalmente a esta actividad. Tal
circunstancia no les da un menor rango ya que su función como docentes se
potencia y el país tiene un gran déficit de recursos humanos altamente
capacitados.
Quizás para hacer evidente que este país tiene más investigadoras e investigadores que el resto de los latinoamericanos, o simplemente por disciplina estadística, consideramos como investigadores al total de quienes se dedican de uno y otro modo a la investigación. El Manual Frascati permite distinguir entre “personas físicas” y “equivalencia a jornada completa” (EJC). Esta última consiste en un cálculo de la suma de las horas dedicadas a la investigación por quienes la ejercen parcialmente, dividiéndolas por el tiempo de una jornada laboral completa. Es decir, que un investigador EJC no es una persona real; es un constructo cuya utilidad es sobre todo estadística. En la práctica, el número real de personas se reduce a poco más de la mitad. ¿Por qué no reconocer que se trata de dos conjuntos diferentes: el de quienes investigan como dedicación principal y el de quienes son docentes que además investigan?
La paradoja, entonces, es que el CONICET se “apropió” de los
investigadores universitarios y las universidades convirtieron en
investigadores a sus “docentes que investigan”. Es una situación anómala que se
debe revisar, tanto en el desempeño del CONICET, como en la investigación
universitaria. La confusión perjudica a ambos grupos.
Inclusión o excelencia
Otro aspecto del problema es la contradicción entre inclusión
y excelencia que ha primado en la política de recursos humanos para la ciencia
y la tecnología. El CONICET ha crecido a niveles tales que casi la totalidad de
su presupuesto se destina a salarios que, además, son muy bajos. ¿Por qué
sorprenderse de que la escasez de subsidios, equipamiento e infraestructura, en
tantos casos, conspire contra los resultados? Los investigadores chilenos, por
mencionar un ejemplo que duele, reciben mejores salarios y cuentan con más
recursos, entre los que se incluye el costo de la publicación en ciertas
revistas (el cargo por procesamiento de artículos, APC), lo que alcanza a muchas
de las de acceso abierto. Este arancel es un limitante de gran importancia para
los investigadores argentinos, muy agravada por la escasez de dólares en la
economía nacional. Los autores argentinos carecen, en general, de apoyo para
financiar este coste que permite la publicación en tales medios.
La política de puertas abiertas al CONICET no significa que no haya condiciones de acceso muchas veces severas, sino que el cupo de becas y cargos que se ofrece anualmente es desproporcionado con relación al presupuesto del organismo. Esto se agrava cuando en la práctica se convierte en la única posibilidad de acceder a un cargo de investigación con dedicación exclusiva. Probablemente sería más sensato limitar el acceso al CONICET pero abrir otras oportunidades en las universidades y otras instituciones. Esto requeriría que las universidades -públicas y privadas- se involucren fuertemente en crear mecanismos de apoyo y fomento a la investigación, además de cargos con dedicación exclusiva.
En el caso de las becas de posgrado, el CONICET se ha
convertido también en un embudo, ya que los graduados que requieran el apoyo de
una beca para doctorarse tienen como oferta principal, casi única, a este
organismo, más allá de que la UBA también tiene una oferta que en los inicios
del programa UBACYT aspiraba a ser más atractiva que la del consejo. El
problema es que las becas del CONICET están concebidas en función de una
trayectoria de investigador y no todos los que aspiran a doctorarse esperan ser
investigadores. Sería probablemente más funcional que las becas sean otorgadas
a ciertos programas de posgrado previamente evaluados, al modo que lo hace CAPES
en Brasil, en temáticas que sean prioritarias en función de la estrategia de
desarrollo que adopte el país. El destino laboral de estos becarios no debería
estar garantizado en el acceso a una carrera, sino que deberían encontrar oportunidades
en el sistema universitario y sobre todo en el sector privado, en aquellas
empresas que están accediendo -o se preparan para hacerlo- a la denominada
“cuarta revolución industrial”. No son pocas.
No quiero dejar de lado que la antigua ANPCYT, hoy Agencia I+D+i también otorga becas de dedicación a tiempo completo en el marco de proyectos aprobados por el FONCYT. Estas becas están orientadas a la formación doctoral o posdoctoral e incluso a la capacitación profesional de jóvenes. La Agencia tiene su propio sistema de prioridades, por lo que merece un análisis que excede el propósito de este texto.
No se trata sólo del CONICET
El sistema no son solamente las instituciones públicas o
privadas que producen conocimiento. Incluye numerosos actores que producen,
demandan y aplican dicho conocimiento. Algunos autores, siguiendo a Bruno
Latour y al brillante filósofo español Javier Echeverría acuñaron el término
“tecnociencia” para referirse al complejo de investigadores, ingenieros,
empresarios y funcionarios, entre otros, que garantizan que la creación de
nuevo conocimiento conduzca a su aplicación. Otra mirada, en cierto modo
similar, es la de los sistemas de innovación que incluyen a los investigadores,
los educadores, los empresarios, los prestadores de servicios públicos y los
tomadores de decisiones políticas. Moraleja: mirar el problema de la ciencia argentina
y su contribución al desarrollo del país no es lo mismo que mirar solo el
CONICET. Los científicos deben dejar de mirarse el ombligo. La ciencia debe ser
vista desde una mirada del total del país.
No hay que cerrar el CONICET ni privatizarlo y menos cuando los privados en general no se han mostrado demasiado motivados por invertir en la producción local de conocimiento científico y tecnológico. Pero hay que modificarlo y crear algunas instancias nuevas para los becarios. Además, hay que crear condiciones para alentar al sector privado para que sea realmente innovador. De esto hablaré en la próxima entrega de la saga.
Querido Mario
ResponderEliminarMe gusto, igual que los anteriores. Tus escritos dan mucho para pensar.
Yo mencionaría la palabra rediseño.
Las actuales circunstancias, léase globalización, cambios tecnológicos disruptivos, nuevos modelos de conocimiento (el pensamiento complejo de Edgar Morin) y la crisis del modelo de desarrollo, impactan sustancialmente la institucionalidad y las políticas.
Te mando un gran abrazo
Nacho
En mi opinión, Nacho, has dado en el blanco. Creo que el problema de fondo es que los cambios científicos y tecnológicos disruptivos, la velocidad de las transformaciones políticas y sociales, la globalización (y su actual crisis) son procesos tan rápidos y profundos que nos cuesta comprenderlos en su mismo ritmo. Frente a esta movilidad acelerada las instituciones tienden a quedar inmóviles y se aferran a modelos del pasado. Cambiar es un ejercicio difícil. Destruir es un arrebato.
ResponderEliminar“Las discusiones in extremis no deben anular la posibilidad de pensar y decir lo que se piensa”. Buena frase en días como estos, cuando, ante una amenaza cierta, reaccionamos intentando poner a la política científica en la agenda de discusión pública. Casi como perros de Pavlov. En realidad, tampoco eso es correcto: más que poner en discusión, estamos tratando frenéticamente de mostrar a la sociedad que la ciencia vale lo (poco) que cuesta, que contribuye al desarrollo nacional, que es una inversión y no un gasto, que se trata de un recurso estratégico… Todo eso antes del 22 de octubre, como si en dos meses fuera posible revertir un proceso al que poco se prestó atención durante años. Y así, desde que la comunidad científica argentina sintió a la espada de Damocles unos centímetros más cerca, salieron a relucir los relatos de startups, patentes registradas en el mundo, empresas biotecnológicas que cotizan en Bolsa, los logros en pandemia (que fueron muchos más que los que se conocen, pero menos de los que parecen en estos días de retórica inflamada). Está claro que nada debe ser destruido, sino, por el contrario, profundizado y mejorado. Y para mejorar, el sistema nacional de ciencia y tecnología debe cambiar. Sin gatopardismos. Porque varios de los cambios que se necesitan son sustantivos, de fondo y no de forma. O de fondo y de forma. Eso no se logra en dos meses, sino con políticas de Estado; con diseños institucionales que permitan optimizar y administrar correctamente recursos humanos y económicos escasos; con una planificación adecuada de la creación de organismos para que estos no deriven en salas vacías (de equipamiento, de personas, de ideas); con estrategias de impulso, financiamiento y evaluación no contradictorias entre sí, para que las investigadoras e investigadores no se sientan Tupac Amaru entre cuatro caballos que tiran en sentido opuesto...
ResponderEliminarEntonces, como diría Mafalda: por ahora, a lo urgente. Pero, a continuación, lo más rápido que se pueda, a lo importante.